sábado, 10 de enero de 2009

La nata sobre el D.F.

Hoy parece una broma, una retorcida bufonada, aquella imagen mítica de la ciudad de México como “ la región más transparente del aire”. Cuando Von Humboldt la acuñó para referirse al alto valle de México, cuando Alfonso Reyes la retomó en su poema Visión de Anáhuac, ninguno podía sospechar toda la carga de ironía gaseosa que el futuro habría de depararle. Más que derrumbarse, aquella imagen se ha ennegrecido y, como todo bajo este cielo, ha adoptado un cariz turbio, en parte por la revoltura de cosas que está en juego, en parte por la coloración excrementicia a la que propenden los crepúsculos. El cielo de la ciudad de México ya no se juzga en términos de la cualidad de su luz, sino en términos de la saturación de sus partículas suspendidas. No es un asunto de transparencia, como quería la literatura de mediados del siglo pasado (Carlos Fuentes, Octavio Paz), sino de toxicidad y mal olor. El cielo ha ganado en densidad y se ha vuelto palpable; su textura recuerda menos al humo de una chimenea que al vaho que despide el enfermo: gérmenes, desaliento, pus.

Encima de todo aquel que camina por el Distrito Federal hay por lo menos tres cielos superpuestos: el primero, una borrasca de mal humor permanente, tensión eléctrica que anuncia la precipitación de la ira. Es una capa compartida de la atmósfera —casi una idiosincrasia—, que cuando parece disiparse es sólo para dar lugar al remanso de lucidez de la migraña. El segundo cielo tiene nombre: la nata. Es una capa densa y ominosa, una costra que hiede y nunca cicatriza de lo que alguna vez llamamos aire. Aquí la cloaca no solamente transcurre por debajo del suelo, siempre presta a desbordarse; también se estanca en lo alto y persevera como una nube de mal agüero sobre nuestras cabezas. El tercer cielo es de ozono y es asimismo irrespirable. Lo surcan aviones que parecen decididos a aterrizar en las azoteas y algún helicóptero de la policía. Por las noches, una confusión de reflectores se empeña en glorificar nuestros desechos volátiles. En lugar de señales de auxilio a la manera de Ciudad Gótica, aquí los reflectores alumbran en lo alto, con una potencia de miles de watts, nuestra inmundicia flotante.

(Detrás de este tercer cielo hay tal vez otro más, pero ya casi nadie piensa en él. Tampoco casi nadie se pregunta si es un cielo desierto o la cuenca de un ojo cruel y miope.)

El cielo medio —o la nata— es un palimpsesto de exhalaciones. Hollín y azufre, heces y plomo, ácidos y cochambre se entregan a las altas temperaturas para ascender y rescribir cada tarde la página de nuestra asfixia. El servicio meteorológico, consternado porque la gente acostumbraba escudriñar el cielo para saber si salía a la calle con tapabocas o con paraguas, comenzó a emitir boletines sobre la calidad del aire. Como no existía una unidad de medida confiable, o como quizá los parámetros internacionales arrojaban que todos los habitantes del valle de México deberíamos estar ya muertos, se inventó una, de nombre engañosamente autóctono: “ imecas” (Índice Metropolitano de la Calidad del Aire). Bajo el cielo que alguna vez se disputaron aztecas, tlaxcaltecas y chichimecas, más de doscientos puntos indican “ contingencia ambiental”, un eufemismo para “ alarma respiratoria”. La almohada que aprieta el asesino contra la nariz de su víctima es poca cosa comparada con este manto impenetrable de suciedad que se cierne sobre nosotros, y al que para colmo cada tanto contribuye el volcán Popocatépetl con su fumarola y sus cenizas. Aunque no está claro si rebasar esa línea roja nos resta un día de vida o simplemente agrava el cuadro de asma crónica y lo recrudece en bronquitis, cada vez que sucede (varios días a la semana, en promedio) queda prohibido hacer ejercicio al aire libre. Durante esos días pasear por la calle equivale a encender una fogata en una cabina telefónica.

El sofocamiento ha llegado a tal punto que, a pesar de que el tabaco es perseguido como la peste y los fumadores son señalados por las nuevas leyes como psicópatas antisociales que practican el terrorismo del aire, no falta quien asegure que fumar, fumar empedernidamente y llevarse a los pulmones cajas y cajas de habanos con los que nunca soñó siquiera Guillermo Cabrera Infante, es menos dañino que simplemente respirar. Aquí, un suspiro, no importa sus motivaciones (aun ese suspiro de anhelo por dejarlo todo y largarse de una vez), es una bocanada de veneno que nos hunde siempre más en el vicio, en el vicio irrenunciable de vivir en la ciudad de México.

Porque la nata tiene propiedades estupefacientes. No sólo induce a creer que el cielo puede ser púrpura y las nubes anaranjadas; no sólo convierte a los pájaros en ráfagas de tizne y a cada relámpago en un experimento de química que atraviesa la lluvia ácida. También es alquitrán que atempera las terminaciones nerviosas, embriaguez que cosquillea a la altura de la nuca, dulce mareo que nos sostiene erguidos. La nata es una droga dura, falsamente euforizante pero gratuita, y a ella nos rendimos en el DF.

Publicado en Etiqueta Negra

1 comentario:

Xabo Martínez dijo...

Si mal no recuerdo la primera vez que escuche una posible solucion fue del ing Heberto Castillo donde decia que a la ciudad de Mexico habia que desmontarla primero de Instituciones que tienen su residencia innecesariamente en la ciudad de Mexico, en aquel entonces ponia el ejemplo de la Sria de Marina. Luego escuche una opinion similar en Octavio Paz... creo que es la solucion factible para por lo menos ir pensando ya no en restaurar lo que alguna vez fue la region mas transparente de aire, sino en simplemente en anhelar respirar un aire decente.

saludos