jueves, 12 de febrero de 2009

Una temporada ante el vacío

Y de pronto, nada.

Tu mente se ha vuelto un amasijos de nudos, las puertas de la inspiración permanecen cerradas. No tanto el paisaje prestigioso de la página en blanco, sino el más apabullante de la página saturada de manchones y tachaduras y, pocos minutos más tarde, la montaña lánguida de bolas de papel estrujadas.

Cada nueva letra que consigues estampar sobre el papel es una hormiga temblorosa que se resiste a quedarse quieta sobre su renglón, una hormiga de tinta y vacilación que mientras más detenidamente la observas más parece dispuesta a desperdigarse, junto a sus insumisas hermanas, por toda la superficie de la hoja, retorciéndose de risa o quizá de dolor, o de ese dolor que después de cierto tiempo acompaña a la risa.

Se fue, se esfumó, se acabó lo que se daba. El duende está en paro, el ciclo circadiano vuelto de cabeza, la voz secreta que te dictaba tiene constipado el espíritu. ¿Para siempre? ¿Se trata sólo de un bloqueo pasajero o estás plantado definitivamente al borde del abismo?

El texto que escribías fluía alegremente, jalonado por una fuerza superior. Se hinchaba y extendía sus tentáculos hacia temas y subtramas que no habías planeado en lo absoluto, de los que no te creías ni siquiera capaz. Ya te encontrabas cerca del final, o al menos más allá del punto de no retorno, y entonces, de golpe, la sequía. La muralla invisible del ángel exterminador que no te permite dar un solo paso. La guillotina que ha cortado de tajo tu bulbo raquídeo pero te ha dejado cruelmente la cabeza puesta.

Te resistes a disfrutar del placer de ese vértigo después de haber escalado casi sin notarlo los acantilados, después de tener ante la vista nada menos que el imperio del vacío, y entonces, con las piernas débiles y las manos sudorosas, incompetente para apreciar el paisaje de la esterilidad, acudes a procedimientos desesperados. Copias diez veces un párrafo de Gogol y luego te esmeras por continuarlo. Nada. Distribuyes imanes de palabras sobre la puerta blanca del refrigerador. Nada. Te rodeas de una provisión de whisky, tabaco, anfetaminas, opiáceos, pastillas para la garganta. Nada (nada por lo menos distinto de un mareo y una reseca de aquellas que entumecen). ¿Y qué tal abrir al azar el diccionario, el directorio telefónico, el I Ching, el Quijote? Nada nada nada nada.

Es tiempo de hacer un receso, te dices. Es tiempo de unas vacaciones, de hibernar ante el televisor, de probar con una pluma bic en la banca de un parque, de pasear como un perro callejero por la orilla de los suburbios. Es tiempo, en suma, de que abandones la silla de la laboriosidad y dejes que la mente siga su propio decurso deshilachado y sinuoso; es tiempo de que te pongas al fin en movimiento, que es una forma superior de detenerte a preguntar si en verdad tienes talento.

Tres semanas más tarde has vuelto de alguna playa del Pacífico, has concursado desde tu sofá en todos los certámenes de conocimientos inútiles de la televisión, has probado el lápiz, la bic, la pluma fuente, la máquina de escribir, la computadora, la taquigrafía, la grabadora portátil, te has perdido en calles y tugurios cochambrosos a fin de probar las delicias de lo sórdido, te has sumergido en una pavorosa catarata etílica con la vaga esperanza de que después de desintegrar tu conciencia saldría a la superficie tu viejo desparpajo creativo, tus asociaciones saltimbanqui. Pero ahora que estás de vuelta frente al escritorio, con el trasero atado a tu vieja silla, no tienes más remedio que aceptar que la causa de todas tus desdichas eres tú mismo, que tus propias decisiones te han conducido hacia la orilla donde no sucede nada. Tú, que diste la espalda al mundo para recluirte como un topo a escribir, tú, que nunca supiste encontrar otra forma de existencia interior como no fuera la escritura, ahora debes sobrellevar la parálisis de tu propia mente, a la que hay que enseñar de nuevo a caminar, y para ello no cuentas con más recursos que los que tu propia mente puede brindarte, como aquel personaje que intenta salir a flote del fondo del océano tirándose de los cabellos.

¿Qué hacer? ¿Cómo reactivar una parte del cerebro que se niega a mandar señales? ¿Crear un sindicato de escritores para promover el bloqueo al rango de una enfermedad laboral? ¿Someterte a un tratamiento de hipnosis? ¿Aceptar que eres el último de la fila de los escritores que no escriben? ¿Decidirte finalmente a comprar Los 1001 tips contra el bloqueo creativo? ¿Comenzar por séptima vez un diario íntimo en el que no atinas a escribir más que nombres y fechas y, si estás inspirado, la lista del súper? ¿Contratar a un negro literario para convertirte en su esclavo? ¿Pararte de cabeza?

Después de leer un par de biografías de Jan Sibelius (quien confundido por la fama y devastado por la depresión aseguró a su público y a sus porfiados agentes que ya estaba dando los últimos retoques a su Octava sinfonía, pero se las ingenió para sostener su promesa incumplida durante cerca de treinta años hasta el día de su muerte) comienzas a sentir verdadera alarma. La falta de inspiración está inmovilizando el lado izquierdo de tu cara y, además de un hormigueo en los dedos de la mano derecha, padeces estreñimiento, urticaria y el color de tu piel guarda cada vez más semejanza con el papel —con ese bond ahuesado que se ha vuelto tu peor enemigo.

Optas por ir al médico.

Para cuando te muerdas las uñas en la sala de espera, unos minutos antes de escuchar tu nombre deletreado de forma cansina e incorrecta por la secretaria, seguramente ya habrás olvidado la larga lista de síntomas y achaques en la que habías pensado toda la semana a partir del instante en que estableciste la cita. De manera que después de estrechar la mano fría del médico y una vez que él ha pronunciado la fórmula cortés e insignificante —y por ello terrible y desestabilizadora— de “Dígame”, los primeros balbuceos que salen de tu boca, deformes y pastosos como una condensación de la invalidez que se ha ido depositando debajo de tu lengua, se interrumpen por un fogonazo de luz blanca que tiene el efecto de desconectarte por completo del mundo.

La nada nuevamente. La insidiosa reiteración del no-ser. Radiografías, encefalogramas, coprocultivos, tomografías de la cabeza. Atraviesas los pabellones del hospital como un sonámbulo cuyo dominio de su propio yo roza lo parapléjico, con la autoconciencia situada a unos diez o quince centímetros de distancia detrás de tu propia cara. ¡Qué inoportuna la autoconciencia cuando se comporta como una alimaña agazapada! Y todo ese laberinto de pasillos blancos y puertas batientes te conduce a la previsible, consabida respuesta: “Nada, usted no tiene nada. Se encuentra perfectamente sano desde el punto de vista clínico”.

Y estás allí, escupido por el laberinto del hospital, más sano y rozagante que nunca, pero inhabilitado para hilar dos enunciados declarativos sobre el papel. Y entonces, como una chispa remota y familiar pero al mismo tiempo esclarecedora pese a su aparente insignificancia, recuerdas aquel aforismo de Lichtenberg que quizá sea la solución a todos tus males: “Darle el último toque a una obra, es decir, quemarla.”

De camino a casa, mientras paladeas en silencio la imagen salvífica de tu escritorio en llamas, las hojas crujiendo por el fuego y la habitación desdibujada por el hollín, recapacitas que para que efectivamente puedas darle ese último toque, es decir, para que la hoguera sea en verdad poética y liberadora, debes terminar primero tu texto. Quemarlo y convertir todas tus palabras en humo antes siquiera de haberlo concluido sería una claudicación vulgar, una renuncia como tantas otras y no, como tú sabes que necesitas, un gesto supremo de exorcismo. Así que para seguir el consejo de Lichtenberg, para acudir al conjuro del fuego, debes primero volver a escribir, hilar dos enunciados sobre el papel y luego otros dos y otros dos más, en lugar de derrumbarte sobre tu vieja silla a pensar en todo lo que escribirías en caso de que tuvieras al menos alguna idea sobre la cual escribir en caso de que en verdad escribieras.

Acaricias perversamente la posibilidad de redactar un manual de primeros auxilios para escritores, una manual entusiasta y en el fondo sarcástico, pródigo en ejercicios de escritura pero también en dietas, estiramientos y pócimas; un manual que al mismo tiempo que te catapultaría la fama te permitiría salir de una vez por todas del eclipse del bloqueo, atravesar la muralla del ángel exterminador precisamente por esa rendija genial que consiste en describir cada uno de los procedimientos y contorsiones que has intentado hasta el día de hoy sin obtener el menor resultado.

Sonríes con toda la extensión de tu boca. Te felicitas. Truenas tus dedos como supones haría un gran pianista antes de poner manos a la obra. Ya incluso has decidido la actitud afirmativa con la que posarás en el retrato de la contraportada del libro. Pero la misma ruindad del proyecto te deja paralizado. No sólo no has conseguido avanzar un milímetro desde que te plantaste delante del abismo, incapacitado para ir más allá, sino que has retrocedido cobardemente varios kilómetros y ahora planeas libros de autoayuda en los que presentas tus fracasos como triunfos, en los que desde la turbia atalaya de no haber conseguido nada lanzas consejos a los cuatro vientos.

Te desprecias. Pero tal es la magnitud de tu bloqueo que no atinas con las palabras propicias que comuniquen el sentido de tus vejaciones.
Reconoces que eres una ruina cuando incluso los insultos que te diriges carecen de elevación.

Quieres escupir ante la imagen que te devuelve el espejo, en vista de que los reproches podrían demorarse demasiado en formarse. Y sigues allí: un hombre erguido con la mente en blanco, delante de un horizonte de tachones y manchas, como un monstruo maniatado que merodea la locura, maldiciéndote torpemente porque una vez que llegó la hora de plantarse frente al abismo no tuviste el valor de continuar más allá.

domingo, 8 de febrero de 2009

Truco gastado

De la chistera sale apenas
una nube de polvo:
migajas del festín de las polillas.
Antes, por la copa de ese sombrero,
se despeñaba jubilosa Alicia,
y hoy cuando mucho dormita en sus abismos
una gastada pata de conejo.
Se terminó la magia,
se esfumó la belleza
después de ser diseccionada cada noche
para regocijo del público.
El sombrero de copa del poema
era después de todo
un adminículo vetusto.
No hay red de protección
para tanto doliente equilibrismo,
reina si acaso la tela de la araña
o cuando menos su atmósfera.
Y allí, bajo un reflector que pocos se imaginan
cuánto humilla,
ante cuatro o cinco gatos fraternales,
saca de la mascada el mago
la consabida, amarillenta, manoseada rosa.
Abracadabra insulso
—ni siquiera insolente—
que abochorna a los niños.

Publicado en Letras Libres