miércoles, 21 de octubre de 2009

La librery(a) de Babel

La babélica iniciativa de Google Libros, que tiene algo de borgesiano e infinito en su raíz (es lo más cercano a la biblioteca universal de la humanidad), con la cual se pretende digitalizar y poner en línea todos los libros disponibles que ha publicado el hombre, ya sea en copia virtual íntegra o en vista parcial, y hasta hace unos meses con independencia de lo que opinaran los titulares de los derechos de autor, ha dado lugar a toda clase de interpretaciones sobre sus propósitos. Que si en el fondo persiguen el lucro puro y duro, no sólo a través de la publicidad súperdirigida (dado el historial que deja cada quien, como si de una estela se tratara, al navegar), sino también a través de la comercialización directa; que si son los adalides de lo que se ha dado en llamar “la democratización de la cultura”; que si se trata de la infracción a los derechos de autor más descarada y sistemática…

El problema de fondo con la iniciativa de Google, más allá de cómo se resuelvan las demandas de derechos que ha recibido en cascada, es que sería una empresa privada trasnacional la que tendría en su poder todo el acervo libresco de la humanidad, con los peligros que ello conlleva en cuanto a su explotación comercial monopólica o, por qué no, la eventual bancarrota del hoy muy firme emporio. Al comienzo no estaba claro si el proyecto de Google Libros apuntaba hacia una inmensa librería donde se gestionarían libros sobre demanda, o bien hacia una Biblioteca de Babel en el Ciberespacio, de allí que hubiera voces que no sin candidez lo consideraran un gran proyecto altruista. El hecho de que se descubriera que el consorcio de los motores de búsqueda ya tenía listas las imprentas de tirajes cortos para producir ejemplares en cuestión de minutos, y el reciente anuncio, en la Feria de Frankfurt, del lanzamiento de una librería digital en la naciente rama de Google Editions, han despejado el panorama: lo que se está construyendo es la librería (digital y en papel) más grande y variada que se haya conocido jamás. Será apetitosa, sin duda, pero eso no tiene mucho que ver con las expectativas un tanto románticas que había generado, expectativas según las cuales, por ejemplo, la literatura por fin circularía libremente en la red. (El caso es que entre biblioteca y librería hay una diferencia sustancial, no importa si creemos que "library" se traduce como librería.)

Las imprentas para libros sobre demanda de Google

Pero una vez que Google ha esclarecido sus propósitos, la idea de esa biblioteca virtual sigue en el aire. La UNESCO, por ejemplo, ya ha lanzado al ciberespacio una Biblioteca Digital Mundial con el objetivo de permitir al mayor número posible de personas acceder gratuitamente, mediante Internet, a los fondos de las grandes bibliotecas del mundo en varios idiomas. Proyectos de esta naturaleza, si fueran impulsados y sostenidos a largo plazo, sin duda crearían un contrapeso al ejército de escáneres codiciosos de Google.

Sin embargo, creo que la creación de una biblioteca de esas características colosales podría realizarse si se emprende colectivamente, por todos y para el beneficio de todos (un poco como funciona, desde sus comienzos, el Proyecto Gutenberg), un esquema en el que todo aquel que esté interesado podría subir a la red, cumpliendo ciertos requisitos en los que haya previo consenso sobre su digitalización, los libros, partituras o revistas que le apasionan y que no están incluidos en la base de datos, de forma que el proyecto se universalizara gracias al compromiso común y, a la vez, su incesante robustecimiento no dependiera de una empresa determinada. Quizá bajo una lógica de participación y mejora en el espíritu del procomún, la biblioteca atraería más y más obras, al alcance de más personas y con la garantía de que no se perdería su accesibilidad.

El acervo podría ser considerable aun si se limitara, por respeto a las legislaciones vigentes en materia de derechos de autor, a obras de dominio público, por un lado, y a obras con algún tipo de licencia copyleft, por el otro (o sea: obras que sus autores consienten que circulen libremente sin ánimo de lucro); pero ya entrados en materia, no estaría mal que bajo la presión de bibliotecas digitales gestionadas colectivamente, de una vez se sometiera a examen la vigencia del derecho patrimonial (que en México, según decreto de 2003, alcanza los cien años post mortem auctoris, uno de los más dilatados y quizá insensatos del mundo), así como la sospechosa tendencia a incrementar cada tanto ese plazo en beneficio de unos pocos. Gracias a Internet, el dominio público cada vez se vuelve más y más público; en esta nueva realidad para "las obras del espíritu", cien años de plazo se antojan tan nocivos como cien años de soledad.

sábado, 17 de octubre de 2009

Las ofensas de los enchufados

Es curioso cómo la crítica a las redes sociales y a las interfaces del ciberespacio despierta tanta animadversión; pareciera que la gente se siente agraviada cuando se señala su forma de perder el tiempo. Con un afán de provocación, he escrito alguna vez en contra del Twitter (aquí mismo), y no he dejado pasar la oportunidad de lanzar alguna frase pretendidamente mordaz cuando mis amigos hacen notar su pasión por el Facebook, una baja pasión a la que suelen dedicar horas y horas. La mayoría de las veces se ofenden porque les parece que me estoy metiendo con su forma de emplear el tiempo, y entonces me llaman airadamente “moralista”, quizá creyendo que la palabra misma es insultante. Desde luego mi crítica tiene un componente "moral", pero no veo que eso sea reprobable per se, como si todo juicio moral fuera moralino. El ocio, la discusión de qué hacer con el tiempo libre, siempre ha tenido un trasfondo moral que es fácil percibir en la raíz del "leisure" inglés, que proviene de "licere": lo que es lícito hacer. Toda la columna de "The Idler", del Dr. Johnson (por cierto, un gran moralista), parte de esta preocupación de qué hacer con el tiempo libre, pues según él estamos muy poco preparados para no trabajar.

Como la televisión, como cualquier medio, todo depende de cómo se usa, y es verdad que Twitter y Facebook, al igual que el papel impreso, se utilizan para una gran variedad de cosas. Pero eso no cancela la posibilidad de criticar lo que allí abunda. Habrá siempre la oportunidad de “pescar” lo que valga la pena, de darle la vuelta, de sacarle jugo —como a la televisión—, pero es legítimo lamentarse de la mala calidad de la programación general, sobre todo después de un maratón de zappeo sin encontrar nada o muy poco, que lo único que nos ha dejado es la esclerosis del dedo pulgar. Por supuesto una crítica así se basa en una generalización, pero ¿cómo podríamos hablar sin generalizaciones? También se puede comentar, no sé, la decadencia del cine, a pesar de que haya por allí películas valiosas, que uno debe aprender a rastrear en medio de una cartelera escalofriante.

No se sabe si Twitter será sólo una moda pasajera o no, pero hasta ahora sus mismos inventores están desesperados buscando cuál pueda ser su utilidad. Se ha visto —los propios desarrolladores lo han visto— que la gente se inscribe a Twitter, lo usa unas semanas y luego lo abandona. Tal vez porque no es la gran cosa, tal vez por su iridiscente banalidad. Si estadísticamente se publica en él menos bazofia que en los libros de filosofía o en la prensa, eso es una cuestión empírica que habría que establecer, pero la cuestión importante es que también la prensa y los libros de filosofía ameritan una buena crítica por los bodrios que publican en avalancha.

En última instancia, cada quien elige sus juguetes (tecnológicos o no), y cada quien pierde su tiempo como puede y quiere. (Yo, por ejemplo, confieso que puedo perder horas jugando ajedrez o viendo despaciosos partidos de beisbol, pasatiempos que a otros les parecerán indignos, mediocres, cuestionables, demodé.) Pero no veo por qué el intento de hacer una lectura de esos juguetes, de las prácticas que fomentan, de las nuevas formas de sociabilidad que pregonan, sea desencaminada o reprobable, o por qué haya de inscribirse en una corriente de bucolismo anarquizante (con algo de nostalgia rupestre a la Walden) por lo visto tan insufrible y ofensiva.

En todo caso, una crítica de esta naturaleza es sólo la contraparte o contramarea al entusiasmo bobalicón que rodea a las interfaces del siglo XXI, a esa defensa a ultranza que hacen quienes a duras penas pueden desenchufarse y entonces les hierve la sangre cuando alguien disiente o toma distancia y les pregunta: ¿pero de verdad esos twitters y facebooks valen tanto la pena?


Bocetos enchufados para la trilogia de KAYA.

miércoles, 14 de octubre de 2009