domingo, 11 de abril de 2010

Montaigne o una Biblia pagana



Cualquier pretexto es bueno para leer a Montaigne, pero la ya no tan reciente edición de J. Bayod Brau en un solo tomo en El Acantilado, en un papel que por suerte no llega a ser tipo biblia, invita a que le rindamos culto cotidiano e irreverente pleitesía. Aunque no me convence, pese a las explicaciones aducidas en el prólogo, el título de Los ensayos en lugar de los Ensayos, presenta la novedad de que retoma la versión que Marie de Gournay, la hija electiva o amiga o “fille d’aliance” de Montaigne, editó en 1595, y no la que se impuso durante el siglo XX de la mano de Fortunat Strowski, a partir del así llamado Ejemplar de Burdeos, y además la complementa con una nutrida muestra de los diferentes estratos del texto, pues es bien sabido que Montaigne corregía y corregía su libro, a veces incluso directamente sobre las ediciones que acababan de salir de imprenta (como el propio Ejemplar de Burdeos, por mucho tiempo reputado como el más cercano a las intenciones del autor).

Muy completa y redonda pero sin la obsesión de ser exhaustiva y recoger todas las variantes, esta nueva edición es apta tanto para la lectura erudita como para la puramente hedonista, ya que esos estratos, frondosos y exuberantes como la misma prosa de Montaigne, no entorpecen la lectura, sino que le dan un aire de segundo pensamiento o incluso de vacilación o de cambio de perspectiva. Las notas al pie rara vez son ociosas y las citas explícitas en latín y griego están todas traducidas (incluye un apéndice con las célebres sentencias grabadas en las vigas de su biblioteca circular).

El papel crema característico evita los reflejos de las lámparas, a la vez que le da cierto aire antiguo, y el empastado parece estar concebido a prueba de lecturas frecuentes y apasionadas y no tanto para el respeto o la lectura por ósmosis. Si bien, dado su peso y tamaño: ¡1728 páginas!, no es un libro recomendable para la cama (ya en un par de ocasiones se me cayó de lleno en el rostro, confieso que no por sueño), tampoco está pensado exclusivamente para los cubículos de los investigadores o los escritorios, y sólo en cierta medida justifica el impulso a que encendamos la chimenea (imaginaria) y tomemos cognac en la compañía silenciosa —y deliciosa— de Michel Eyquem (el alto precio del libro, importado de España, quizá haga que nos sintamos de alguna manera condes o habitantes de un castillo). Definitivamente no es para la playa.

La traducción, también de J. Bayod Brau, además de muy cuidada es asombrosamente fluida, y uno no deja de agradecer la suerte de leer a un Montaigne muy próximo, casi de cuerpo presente aunque un tanto desfasado, quizá por voluntad propia, y previsiblemente arcaizante, en vez de, como sucede con muchas ediciones francesas que pretenden ser “fieles” al autor, en francés antiguo. Una joya.

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