lunes, 5 de diciembre de 2011

Posada de libros y mezcal


LAS SIETE MAGNÍFICAS
Alias Tumbona Ediciones Sexto Piso Mantarraya Moho Auieo Sur+

Jueves 8 de diciembre
SOMA (Calle 13 #25 casi esq. Revolución, Col. San Pedro de los Pinos)
8pm – 2am

Siete editoriales amigas y cómplices nos reuniremos este fin de año para celebrar la edición independiente con libros, mezcal, música y descuentos de locura. Alias, Tumbona Ediciones, Sexto Piso, Mantarraya, Moho, Auieo y Sur+ (aquí convocadas bajo el nombre provisional y festivo de Las Siete Magníficas) queremos ofrecer una posada como punto de encuentro, difusión, venta directa
y convivencia entre editores y un público cada vez más interesado en propuestas editoriales alternativas. Nuestra idea central es ampliar los espacios de interacción para un grupo creciente de publicaciones no convencionales, arriesgadas y con un catálogo muy heterogéneo, que no siempre ha encontrado espacio en los estantes de las librerías, pero que desde hace varios años ha diversificado y enriquecido de muchas formas las posibilidades de lectura en nuestro país.

Libros sobre arte y de artistas, flipbooks o cine de dedo, narrativa, ensayo, poesía, aforismo, escritores nacionales y extranjeros, literatura underground, libros inclasificables, son algunas de las propuestas que se podrán encontrar a lo largo de varias horas de celebración. Los editores melómanos la harán de Djs ¡y habrá piñata libresca!

¡Ven y busca aquí los libros que ya no encuentras en ninguna parte! ¡Y a precios especiales para sobrellevar la crisis de la economía global!

Esta posada colectiva es parte de los esfuerzos de difusión y encuentro de más largo aliento que las editoriales independientes han llevado adelante desde hace por lo menos un lustro, para concretar nuevos y perdurables lazos entre éstas y los lectores.

La cita es el jueves 8 de diciembre a partir de las 8pm y hasta las 2am, en SOMA (Calle 13 #25 casi esq. Revolución, Col. San Pedro de los Pinos), un espacio para el arte contemporáneo que busca establecerse como contrapunto a la dinámica existente de escuelas, museos y galerías.
www.aliaseditorial.com

sábado, 26 de noviembre de 2011

El país de los muertos vivientes

¿Por qué deberíamos sentirnos orgullosos de ser, como nación, los máximos productores de refrigeradores? ¿Por qué, como machaca la propaganda gubernamental, deberíamos envanecernos de vivir en el traspatio de la producción tecnológica, en la meca radiante de la maquila? No puede ser mera coincidencia que la zona fronteriza del norte del país (Tijuana, Ciudad Juárez, Reynosa), precisamente donde han crecido las grandes plantas maquiladoras, sea también la zona más fracturada, la de más muertas seriales, la del tráfico de armas, la del descabezamiento como una forma de exigir “respeto” al prójimo.

No se trata, desde luego, de que las maquiladoras atraigan por sí mismas al crimen, sino de una atmósfera de desarraigo y no lugar, de un entendimiento maquinal de las relaciones personales, donde lo que priva, donde lo que importa, es la explotación a destajo, la intercambiabilidad de los “recursos” humanos, la obediencia para no entorpecer la línea de montaje. Al cabo, la moral de la rentabilidad, la ética del engranaje, se nos revierte bajo la forma de la indiferencia y la insensibilidad se impone como moneda de cambio.


Si día y noche, para sentirnos orgullosos de la gran cadena de ensamblado que atraviesa al país, se nos conmina a entender al otro como un instrumento para obtener ganancias —como un pistón en el motor de la eficacia—, no nos extrañe que, tan pronto las cosas empiezan a salir mal, el otro se convierta en obstáculo. Los feminicidios, los secuestros de inmigrantes o los miles desaparecidos durante la guerra de Calderón, no son sino el reflejo de una incapacidad generalizada de ver a las personas como seres humanos y no como objetos, de una educación que antepone los fantasmas de la macroeconomía a la formación de individuos con vida propia, de una política que, a costa de los millones de pobre que engendra, cree en el espejismo del crecimiento perpetuo.

Tal vez, a estas alturas, ya pocos se acuerden de la retórica inflamada de Marx, de todas aquellas metáforas de ultramundo del viejo barbudo, que veía zombis con valor monetario, vampiros que chupaban hasta la última gota de la jornada laboral, temibles exorcistas del trabajo muerto. La ironía es que la misma lógica del capitalismo salvaje es la que nos tiene detenidos en esta larga historia de terror, donde las palabras de Marx ya no tienen ni un pelo de metafóricas. El laiseez-faire, entendido en clave vampírica de película del Santo, se ha transformado en México en un patético “chupar y dejar chupar”, en una depredación sin escrúpulos, en una explotación sin derechos laborales, en una administración de licántropos. A fin de cuentas, si un día despertamos en Zombilandia, ¿quién tendría reparos en pasar por encima de la población, en atropellar a las mujeres, en reducir a un simple número a los que nos estorban?


Publicado originalmente en El Jolgorio

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Este fin de semana habrá dos presentaciones de:

Los calcetines solitarios

Un libro para niños que escribí e ilustró TRINO
(publicado por Sexto Piso)

Sábado 19: Librería Gandhi (de Miguel Ángel) a las 13:00

Domingo 20: En el contexto de la FILIJ (en el CNA) a las 18:00



domingo, 9 de octubre de 2011

Salto mortal

Suele pasar:
alguien admira sus libros
y entonces muere por dar
el salto mortal hacia la cama.
En su momento, así era
a diario con Henry Miller,
de cuando en cuando con Camus,
incluso tipos como Bukowski
se volvieron irresistibles.

Tal vez no cuente, pero yo
he fantaseado a menudo
con Sylvia Plath, sus pantorrillas aún
de colegiala, corriendo por la playa
de Cabo Cod, el viento
que agita su corte de pelo inocente
mientras yo desabrocho
su blusa demasiado abotonada.

El hechizo se rompe
cuando apoyamos juntos la cabeza
en la plancha del horno.

domingo, 28 de agosto de 2011

Ulises Carrión: la elegancia y la dinamita

Ulises Carrión se percató de que la poesía tradicional estaba haciendo agua. Fue uno de los pocos autores mexicanos que sintieron una profunda desconfianza ante las posibilidades de la palabra, y quizás el único que, desde la escritura, dio el salto mortal hacia las artes visuales y sonoras, para acometer desde allí una crítica audaz y original de la literatura, a través de los así llamados “libros de artista”, y en particular de antitextos y poemas-estructurales en los que ya no queda más que el esqueleto, las ruinas todavía ordenadas de las palabras.

Después de haber sido una “joven promesa de la literatura”, esa condición de doble filo de la que muy pocos consiguen salir bien parados, y tras haber publicado libros convencionales o más bien ortodoxos en su formato y medios de distribución (como La muerte de Miss O y De Alemania), Ulises Carrión se desmarca olímpicamente de la escritura. No sólo lo desaniman las prácticas y vicios del mundillo, indigestas como suelen; no sólo descree de las tendencias y búsquedas estéticas en boga, ni del circuito de publicación y formas institucionalizadas de acercamiento al lector; desconfía de la literatura misma. Ese viraje contundente sucede a principios de los años setenta, aunque quizá ya se estaba gestando un poco antes, cuando en 1964 renuncia a su beca en el Centro Mexicano de Escritores. Más o menos hacia 1971, entusiasmado por la estela de movimientos como la Internacional Letrista y Fluxus, e intoxicado por los aires vivificantes que soplaban desde Brasil y su poesía concreta, Carrión comienza a crear sus propios libros, a mano o en mimeógrafo, de distribución personal o por correo, que por su factura e intención, por su excentricidad y espíritu de riesgo, constituyen una obra de arte por sí misma.

Aunque siempre prefirió la designación de “obras-libro” o “bookworks” a la de “libros de artista”, lo importante es el gesto que comportan: hacer las cosas uno mismo (como querían los punks); llevar el libro hacia lo autogestivo, hacia las lindes del mercado, hacia esa intemperie de la vida cotidiana en la que fallan los sobreentendidos (como querían los situacionistas); la clave de hacer libros de este modo no estaba en su marginalidad, ni en el fetichismo de la pieza única, sino en lo que negaban, en el desengaño del que eran fruto, en su potencial de amenaza.


Invitación a mandar libros de artista
para la inauguración de Other Books and So


Más tarde, ya en Ámsterdam, Ulises Carrión fundaría la mítica galería Other Books and So, dedicada a los libros de artista, que funcionaría a su vez como un auténtico centro de operaciones para las artes emergentes de entonces —el video, el performance, el arte-postal, el arte sonoro— y como un valioso archivo de lo que empezaba a transitar a contracorriente en todo el mundo. Para Carrión, como ha escrito Jaime Moreno Villarreal, el libro de artista constituía “el expediente del fin de la literatura”, el medio por el cual el libro finalmente se des-literaturaliza, se vacía de palabras. En sus manos, el libro de artista se presentaba como una suerte de pasadizo hacia horizontes artísticos menos estrechos, menos consabidos y delimitados; una forma de darle vuelta al libro —sin desnaturalizarlo—, para dotarlo de una nueva vida, ya no escrita, sino eminentemente visual. Carrión (1941-1989) consideraba que, ante la posibilidad de decir algo, la literatura es sólo una forma más, no necesariamente la mejor; que incluso un chiste, un movimiento del cuerpo o un bufido podían superarla con creces. El aura de respetabilidad que rodea a la literatura, y un cierto acartonamiento en su actitud y tono, serían indicios de su institucionalización como posibilidad, es decir, de su relativo fracaso como vía artística. ¡Al diablo con la respetabilidad! La poesía, por ejemplo, desde el momento en que se hizo consciente de la distancia que separa al lenguaje de la realidad, no podía seguir tan campante, tan enceguecida, como si esa fisura no tuviera las proporciones de un abismo. Carrión comenzó a ver con suspicacia a aquellos escritores que, aun conscientes de esa distancia, se contentaban con señalarla con las mismas palabras que no alcanzan, que saben que no pueden alcanzar. La poesía —pensaba él—, si fuera consecuente consigo misma, debía agudizar esa brecha, escarbar más en ella, desconfiar del lenguaje hasta el punto de correr el peligro de quedarse sin palabras y convertirse en otra cosa.

Los poemas-estructurales que Carrión “escribió” por aquellas fechas (dibujando con una máquina de escribir los esquemas en que se basan las formas consagradas de la tradición para así despojarlas de todo lirismo —y quién sabe si de todo significado—, en un álgebra sólo de ritmos, de golpes sobre el papel), son una prueba elocuente, corrosiva, de lo que se traía entre manos. En un breve pero significativo intercambio epistolar con Octavio Paz, éste terminó por entender lo que Carrión se proponía: en libros a la vez hermosos y demoledores, que aúnan la elegancia y la dinamita, escribir nada menos que un texto que fuera la destrucción de todos los textos; ir más lejos que Mallarmé en el sueño del libro total para, ya sin palabras, hacer saltar por los aires la literatura.


Taller Ditoria puso en circulación la primera versión manufacturada del libro
de Ulises Carrión, Poesías, escrito en 1972


Me pregunto qué sería de la poesía mexicana contemporánea si hubiera prestado suficiente atención a ese ejercicio de destrucción, a ese sutil atentado dinamitero. Por lo pronto, no se habría desenvuelto con esa autoconfianza más bien afásica y acrítica, con esa jactancia irreflexiva, tan propensa al manierismo, de quien no quiere ver que se encuentra avanzando sobre fallas tectónicas. El panorama sería también más diverso, menos predecible y unívoco, y ramificaciones como las del poema sonoro, el poema objeto o el poema visual tendrían en este país más vida, más brotes proliferantes. Queda el consuelo de que la desconfianza en los poderes de la palabra de Carrión—esa desconfianza que supo materializar en muchas de sus obras— despertó inquietudes artísticas más allá del texto, fuera de los márgenes del circuito literario del que ya en su momento se había bajado en pleno vuelo. Las esquirlas de esa explosión irreverente y visionaria pueden notarse no sólo en el desarrollo que seguiría el libro de artista (emancipado de las “palabras, palabras, palabras” hamletianas), sino en los esfuerzos actuales de hacer literatura por otros medios, y ya ni se diga en muchas de las manifestaciones del arte contemporáneo que abarrotan galerías y museos. Hoy, a cuarenta años de distancia, apenas comenzamos a reconocer que Ulises Carrión fue un punto de quiebre, una fractura, la muesca para romper los moldes en busca de otra cosa.

martes, 23 de agosto de 2011

Taller de escritura ambulante (del paseo a la psicogeografía)

Un recorrido multidisciplinario por los puntos de encuentro entre la literatura y el callejo, en donde se pondrá en juego la vieja aspiración de abolir de las fronteras entre arte y vida.

El objetivo del taller es revisar una serie de textos emblemáticos (poesía, ensayo y narrativa) asociados con la deambulación, el flâneur y la deriva, y con ese pretexto —en ese contexto— estructurar un laboratorio de escritura y exploración urbana.


El programa se dividirá en cuatro apartados:

1) La deambulación inglesa (de Thomas de Quincey a J.G. Ballard, pasando por William Hazlitt, R. L. Stevenson y Arthur Machen).

2) El flâneur a la deriva (de Baudelaire a Guy Debord, pasando por Poe, Walter Benjamin y Louis Aragon).

3) La caminata como práctica estética (de Dadá a Robert Smithson, pasando por el surrealismo, los flux-tours y Felipe Ehrenberg).

4) Escribir caminando: el callejeo en Latinoamérica (de Salvador Novo a Néstor Perlongher, pasando por Julio Cortázar).


Los martes de 6 a 8pm
En el Programa de Escritura Creativa (PEC) de la Universidad del Claustro de Sor Juana.

A partir del 6 de septiembre (12 sesiones)

Para mayores informes pica aquí.

jueves, 4 de agosto de 2011

El problema que todo hombre debe resolver por sí solo

Siempre me han atraído los libros escritos por artistas. Suelen ser sugestivos y concentrados, a veces iluminadores, otras desconcertantes, y aunque muchos alcancen cierta soltura, una insospechada libertad en la frase y en las asociaciones, suele haber en ellos tensión, vigilancia, búsqueda, esa fricción entre las palabras que genera electricidad en la página. Podrán estar plagados de defectos, pero poseen fuerza. A veces los prefiero a los aciertos de los escritores, demasiado seguros de su oficio, de los efectos que deben producir. Los artistas, en cambio, no acometen un texto con entera confianza; tantean, desplazan el punto de vista, se revuelven inquietos. Parece que quieren darlo todo, y así sus libros se cargan de esa dedicación y esa gracia —también de las limitaciones— de muchos grandes primeros libros.

Apenas si tenía idea de la existencia de Tacita Dean; vagamente la recordaba como parte de los Young British Artists, aunque no estaba seguro, y pese a que la portada no da lugar a dudas, confieso que en primera instancia me pregunté si el autor no sería más bien Teignmouth Electron. Lo hojeé un poco, y al percatarme de que era el número 11 de la colección Alias (de la que ya antes había leído los libros de Jimmie Durham, Robert Smithson y John Cage), decidí llevármelo. Eso es lo que consiguen los buenos proyectos editoriales: que uno quiera leer lo que proponen, aun cuando no se conozca al autor ni el título nos diga gran cosa; los otros libros de la serie preparan y en cierta manera avalan la apuesta, hacen que se vea bajo otra luz, como las cuentas de un collar sutil, como si formaran parte de una biblioteca secreta que se va descubriendo a cuenta gotas, hasta que uno de golpe está allí, de pie en la librería, tentado de leer un libro precisamente porque no conoce al autor y el título le resulta un enigma.

Aunque el pequeño volumen incluye fotografías de la artista, postales de época y unos cuantos dibujos, no se trata de un libro de arte en el sentido tradicional, mucho menos de un libro-objeto o un catálogo; es más bien el recuento de la implicación personal con una aventura extraña, desesperada, al borde de la locura, en la que un hombre que quería dar la vuelta al mundo en barco termina por desaparecer en el océano. La historia puede contarse en dos minutos y plantear dudas que persisten toda una vida: a fines de los años sesenta, un sujeto de nombre Donald Crowhurst, sin gran experiencia en el mar, decide competir en una carrera para convertirse en el primero en circunnavegar el mundo sin escalas. Su viaje y su embarcación, el Teignmouth Electron, que han sido patrocinados por un pequeño pueblo inglés en busca de publicidad, no tardan en transformarse en una cadena de calamidades, engaños y desvaríos que desembocan en tragedia. La carrera, que debía ser de velocidad y resistencia, se vuelve una aventura de la soledad, donde un hombre se juega la cordura en los desiertos del mar, donde al cabo sucumbe. Nadie entiende muy bien por qué un aficionado arriesgó tanto si estaba condenado a fracasar; es posible que en una época no globalizada y sin comunicaciones satelitales pretendiera hacer trampa y, orillado por las circunstancias, sintiera que no le quedaba otra salida que arrojarse al agua; pero hay muchos indicios de que desde el comienzo había en todo ello un juego retorcido con el sinsentido, y que, sin importar los escollos de la locura y la cercanía del suicidio, él estaba decidido a afrontar por sí mismo, como dejó escrito en su bitácora de a bordo, “el problema que todo hombre debe resolver por sí solo”.

Tacita Dean, intrigada por los detalles de esta historia, por lo que refleja de la fragilidad humana cuando se enfrenta a la inmensidad, realizó una investigación que más que describir y documentar los hechos puntualmente (hay cientos de artículos, documentales y libros que lo han intentado), tiene como cometido explorar el gesto, la desmesura de lanzarse al vacío; entender esa aventura imposible —lo que tiene de absurdo o de fanfarronada— no tanto desde el punto de vista analítico o histórico, sino por lo que comporta en cuanto ejemplo de poesía trágica.

Durante sus viajes al puerto en el que se construyó y luego zarpó el Teignmouth Electron, y también a la isla de Gran Caimán, destino final de la embarcación, Tacita Dean tiene presentes otros casos semejantes al de Crowhurst, casos en que la travesía no llega a buen puerto y un hombre, abandonado a sí mismo, ha de lidiar con la falta de referentes, con lo desconocido, pero sobre todo con el sentimiento de desolación y el quiebre de su propia mente. Casos como el de Antoine de Saint-Exupéry, que se perdió en el desierto tras un accidente aéreo (experiencia que daría origen a El principito), y que más tarde desaparecería en el aire mientras piloteaba un avión; o como el del artista conceptual Bas Jan Ader, que quiso cruzar el Atlántico solo, en un diminuto velero, como parte de una pieza dividida en tres —En busca de lo milagroso— y nunca se le vio más; ejemplos que la autora va desplegando delicadamente, como si hubiera algo allí que no se reduce al mero azar; como si en la reiteración de ese destino asombroso latiera una verdad sobre la condición humana. Son ejemplos en que un hombre no sabe cómo continuar, su peregrinaje lo ha alejado de todo —no otro era su propósito—, pero ahora se encuentra irremediablemente perdido, hace ya mucho tiempo que cruzó el punto de no retorno. (El libro se abre, por cierto, con “Odisea espacial”, aquella canción de David Bowie en la que el Mayor Tom, un astronauta en problemas, acaba flotando en el espacio sideral, viajando a lo largo de miles de kilómetros mientras él se siente inmóvil.)


El Teignmouth Electron en la isla del Gran Caimán, 1999.
Foto de Tacita Dean.

Más que la elucidación de un misterio, más que un argumento que quiere demostrar esto o aquello, Tacita Dean se planteó rondar ese misterio, hurgar en su estela todavía viva, prestar oídos a sus reverberaciones. Este es un libro que, a diferencia de lo que haría pensar su halo un tanto detectivesco, avanza por contigüidad, a través de resonancias y ecos, como si lo que le importara fuera seguir una pista paralela, un rastro de analogías. Gracias al mosaico, al contraste y la afinidad con otras aventuras de desaparición, lo que al principio parecía un despropósito, tal vez un elaborado suicidio, se va revelando como una constante humana, un apetito de libertad y pureza, un ansia de no sé qué que conduce a travesías poco comunes en las que el sentido común se tirará por la borda. Sin saber si estarían incluidos o no en el libro, conforme iba leyendo pensé en Arthur Cravan, poeta y boxeador que se anticipó al dadaísmo y cuyo final fue tan extravagante como su vida: un día se embarcó desde algún puerto de México (probablemente de Salina Cruz) y nunca más se le volvió a ver; y desde luego en Palinuro, aquel piloto de la nave de Eneas que cae al mar poco antes de llegar a su destino vencido por el sueño (aun cuando nunca confió en el “gran monstruo líquido”), y que según Cyril Connolly simboliza la resistencia a llegar, esa suerte de repudio ante la idea del éxito.

Viajes que no llegan a nada —que quizá desde un principio no pretendían llegar; que surgieron tal vez sin la esperanza de concluir— y son la encarnación disparatada de un deseo. Proyectos que obsesionan y parecen no tener pies ni cabeza, pero que son muy difíciles de abandonar, pues está de por medio en ellos “el problema que todo hombre debe resolver por sí solo”. Aventuras sin sentido en las que ha escarbado una artista visual dotada para el arte de la sugerencia —una artista capaz de bordar muy fino en los límites de lo aparentemente fortuito—, situándolas una al lado de la otra con gran sentido estético. Cinco o seis escotillas que dialogan entre sí en voz muy baja, abiertas hacia el mar de la fragilidad humana y su desmesura.

Teignmouth Electron
Tacita Dean
Trad. J. I. Rodríguez
M. Alias, México, 2010.

Publicado originalmente en Letras Libres.

martes, 12 de julio de 2011

Tributo al perro callejero

Desafiante como una broma, al sur de la ciudad de México, en Avenida Insurgentes, se yergue un monumento al perro callejero. Esculpido en bronce y montado sobre un pedestal —quizá para evitar que los demás perros le rindan tributo líquido—, se trata de una obra más bien modesta desde el punto de vista escultórico que, sin embargo, como gesto, como atrevimiento, roza la genialidad y se convierte en una pieza vanguardista.

No tan grande como para confundirse con una escultura ecuestre, el perro de metal representa a los miles que pululan en la urbe, en particular a esa mezcla improbable de razas que sólo la calle y la jauría pueden engendrar. De pelambre escuálida y pata coja, tiene la cabeza gacha de los que sólo aspiran a sobrevivir, y al haber sido esculpido en pleno vagabundaje, parece desentenderse de las burlas y el desprecio de las que constantemente es objeto como perro y como escultura.


Foto de Erick 1984

En un país demasiado afecto a la monumentalidad, que ha sembrado las plazas de cabezas de Juárez y ha tenido la desmesura de levantar estatuas ¡incluso a Fox y a Chabelo!, la de un perro miserable no se antojaría desencaminada. Pero es precisamente en el contexto de ese apego nacional a lo heroico, en medio de esa necesidad granítica de próceres, que el monumento al perro callejero desentona y revela su importancia. Como el homenaje al soldado desconocido, estamos ante un emblema o un símbolo; pero a diferencia del soldado, los méritos del can son discutibles y, en cualquier caso, nada tienen que ver con una presunta defensa de la patria. La intención primordial del monumento es, desde luego, producir lástima, llamar la atención sobre una plaga de mamíferos en una ciudad donde nadie sabe la procedencia del suadero. Pero en realidad, más que lástima, produce conmoción y desconcierto, rompe las barreras de lo que cabe entender como monumento, abriéndolas de par en par a la vida cotidiana. Ahora se puede llevar una auténtica vida de perros y merecer la inmortalidad broncínea.

No es que a los perros callejeros les falten rasgos de heroísmo. Aprender a cruzar el Periférico sería digno de una medalla. Y sólo por la forma en que, tendidos en la banqueta, miran condescendientes, con ojos de sultán, la prisa humana, ya merecerían nuestro reconocimiento. Pero aquí lo decisivo es que no son héroes. Son simples perros pulguientos. Con esa lógica podrían erigirse estatuas a las hormigas, a los vagabundos, a la gente que barre. ¿Dónde y cómo trazar la línea divisoria de lo que exige un monumento y lo que no? ¿Por qué recordar a oscuros generales en vez de, por ejemplo, a la torta cubana? Con irreverencia, con desfachatez iconoclasta, este monumento defiende que, si de memoria colectiva se trata, si hemos de exaltar algo en la plaza, no existe un tema peor que otro.

Publicado originalmente en Frente.

martes, 19 de abril de 2011

Contra el consumo de donas

Es frecuente que la intelectualidad nacional pida resolver el problema de la obesidad infantil. Yo también estoy a favor de ello, pero estoy más a favor de que mientras las donas sean vendidas por empresas sin escrúpulos —que no advierten a los consumidores de los daños que generan— seamos radicales: renunciemos al consumo de donas.

Vamos al grano: el consumidor de donas mexicano, junto con el gringo, es el patrocinador directo de todo este problema de salud pública.

El consumidor de donas paga sueldo de empresas y panaderías, subsidia misceláneas, picha la publicidad, financia el lobby en la cámara de diputados y, claro, las donas se siguen vendiendo al por mayor en todos lados. Y le vale. Quiere pasársela “bien”. Lavado de manos a la Poncio Pilatos.

Los consumidores comunes de donas son los señores reales de la diabetes y la obesidad. Sus jefes de piso.

La dona es la religión de los intelectuales.

Una vez dije esto en un foro. Casi me linchan.

Si te parece poco “realista” renunciar por ética al consumo de donas, entonces, no te quejes. Comprar donas inevitablemente genera —en lo privadito o en lo público— destrucción de cuerpos de modo rutinario.

La dona es el meta-capitalismo.

“Esta obesidad no es nuestra”, ¿neta?

Y, sí, todos estamos hasta la madre. Hasta la madre de donas, cabrones.

No + obesidad infantil = No + donas.

O si usted patrocina la enfermedad y los problemas de salud pública, perdón, si usted desea consumir sus donitas a gusto, sin que lo saquen de onda constantes noticias desagradables, por favor, pida a sus socios (a la Bimbo) que no la chinguen y oculten esos cuerpos obesos de manera más eficiente.



Este alegato es sólo una ligera alteración (mutatis mutandis), del argumento que esgrime Heriberto Yépez para responsabilizar al consumidor de drogas en la guerra del narco.

Es frecuente que la intelectualidad nacional pida la legalización. Yo también estoy a favor de ella, pero estoy más a favor de que mientras la droga sea traficada por personas sin escrúpulos —narcos o policías, militares, funcionarios corruptos— seamos radicales: renunciemos al narco-consumo.

Vamos al grano: el consumidor de droga mexicano, junto con el gringo, es el patrocinador directo de todos estos asesinatos.

El consumidor paga sueldo de sicarios y autoridades, subsidia sobornos, picha las armas, financia las células y, claro, redes de prostitución y esclavitud asociadas. Y le vale. Quiere pasársela “bien”. Lavado de manos a la Poncio Pilatos.

Los consumidores comunes son los señores reales del narco. Sus jefes de piso.

El opio es la religión de los intelectuales.

Una vez dije esto en un foro. Casi me linchan.

Si te parece poco “realista” renunciar por ética al consumo, entonces, no te quejes. Comprar droga a criminales inevitablemente genera —en lo privadito o en lo público— destrucción de cuerpos de modo rutinario.

La droga es el meta-capitalismo.

“Esta guerra no es nuestra”, ¿neta?

Y, sí, todos estamos hasta la madre. Hasta la madre de coca, cabrones.

No + sangre = No + droga.

O si usted patrocina la corrupción y al narco, perdón, si usted desea consumir su droguita a gusto, sin que lo saquen de onda constantes noticias desagradables, por favor, pida a sus socios (los narcos) que no la chinguen y se deshagan de los cuerpos de manera más eficiente.

miércoles, 2 de marzo de 2011

Los impasibles del tablero



Entre más se delimita una mente, más toca por otro lado el infinito.
Stefan Zweig

Tantas veces se ha elevado el ajedrez a símbolo del universo que con frecuencia se olvida que para ciertos hombres el ajedrez es el universo. Abismados frente al tablero como si se sometieran a una disciplina de meditación esotérica y no a un “simple juego”, inmóviles y hieráticos sin que nada en su expresión delate la serie de cálculos y ramificaciones que se agita en sus cabezas con el ruido de una batalla ancestral, para quienes ya son víctimas del ajedrez —y no meramente unos aficionados o cautivos— no hay lugar para la alegoría, no existe aquella otra cosa con la cual se pueda elaborar el símil y de la cual sería un remedo.

No se trata únicamente de que a lo largo de la partida de ajedrez el jugador concentre toda su creatividad y energía analítica al cometido si se quiere estéril de acorralar al rey contrario, ni de que durante las horas que dedica a su entrenamiento la realidad se nuble y pierda sus colores hasta reducirse a una contienda de fuerzas negras y blancas, entretejidas según la lógica del instinto asesino, que es una lógica más obsesionante y primitiva que la que impera en la búsqueda de belleza y aun de perfección; se trata de que la imagen del tablero acompaña al jugador en todo momento, día y noche, como una sombra maléfica incluso cuando se supone que debería descansar, cuando el sueño debería disolver el estremecimiento que experimentó tras una ligera vacilación en su estrategia y el enemigo podía capitalizar una fisura apenas vislumbrada; se trata de esa pregunta que todo gran ajedrecista se plantea sin descanso, ya no digamos al comienzo de cada torneo importante, sino cuando coloca las piezas para una nueva partida, no importa qué tan formal; esa pregunta en apariencia sencilla y se diría excesiva, pero de consecuencias imprevisibles cuando se formula de manera espontánea, y que Vladimir Nabokov coloca en el centro de su novela La defensa: “¿Qué otra cosa existe en el mundo fuera del ajedrez?”

Una de las razones por las que este juego milenario (este “triste desperdicio de cerebros” como lo denominó Walter Scott), puede ser tan absorbente, tan tentador y a su manera tiránico, radica en que aun la partida más breve se sitúa en un punto limítrofe entre la armonía y el vértigo. Hay una plasticidad elemental, pero al mismo tiempo inagotable, en ese enfrentamiento de fuerzas simétricas que tanto se parece a la lucha siempre seductora de la mano izquierda contra la derecha; pero también hay algo más profundo y desconocido, algo insondable en el ensamblaje a veces secreto de las piezas sobre el tablero, que es capaz de erizarnos la piel y despertar el temblor frente a lo infinito.

Pese a que tenga como escenario una retícula de apenas 64 escaques que puede plegarse y caber en el bolsillo, no hay nadie que se interne en los meandros del juego sin la conciencia de que su dominio, su domino cabal, es imposible para el hombre. Basta estudiar la posición de una partida entre dos grandes maestros, con su entramado de ataques potenciales y equilibrios, con esa fragilidad soterrada de tensiones y contrajuegos, para advertir su apabullante inmensidad; y aun cuando en medio de la contienda, apremiados por la presión del tiempo, tengan que decidirse por una jugada, siempre queda la sospecha de que algo se les escapa incluso a ellos, de que inadvertido entre el follaje de variantes siembre habrá un movimiento mejor, más elegante y letal. El total de partidas diferentes que caben en el mantel a cuadros es un número tan monstruoso que bastaría para construir un universo paralelo, en el que los constituyentes básicos, en vez de átomos, fueran juegos completos (los electrones serían los movimientos), de allí que no deba parecer descabellado que un hombre se pierda con facilidad y en ocasiones no sepa muy bien cómo volver de ese cosmos en miniatura —paradójicamente más vasto que el propio universo.

* * *
El ajedrez goza del prestigio de ser un juego de inteligencia y habilidad, que sin embargo en una época no muy lejana ni siquiera pretendía disfrazar su condición de vicio. La tensión que genera, sutil y persistente como la telaraña, alcanza tal voltaje y demanda tal constancia de las capacidades de la mente exigidas al máximo que la sensación liberadora que sobreviene después de encajonar al enemigo en una red de mate sólo se compara con un nudo que por fin se deshace en algún punto de unión entre el cuerpo y la conciencia; algo parecido a una descarga de euforia, pero de euforia pacífica, que a la larga se torna adictiva.

Los temperamentos atraídos por el ajedrez se distinguen por la naturalidad con que se desplazan entre las entidades abstractas, así como por una concentración agudísima que dirigen a un reducido abanico de asuntos, hasta el punto de que a veces son poseídos por el demonio de la idea fija. Quizá debido a la formidable focalización de la que hacen gala, muchos genios del ajedrez han sido torpes e imprácticos en su vida diaria, han adquirido manías que uno no sabe si calificar de excéntricas o llanamente de supersticiosas, y se han visto aquejados por brotes esporádicos de paranoia o megalomanía, hasta que un día terminan por salirse literalmente de sus casillas. Entre los grandes jugadores que han padecido desórdenes mentales relacionados con su afición al ajedrez, o que cuando menos se han comportado fuera del tablero de manera a tal punto excéntrica de parecer un alfil con arranques de caballo, se cuentan Steinitz, Morphy, Pillsbury, Torre, Rubinstein y Fischer, por sólo mencionar a ajedrecistas de primera línea, dos de ellos campeones del mundo.

Un carácter propenso a la introversión cae con facilidad en las arenas movedizas de este juego silencioso y autista que no precisa establecer una plática, que si acaso, como el go de los orientales, se aproxima a una “conversación de las manos”, a un “diálogo manual”, y una vez allí, una vez absorbido por sus arenas envolventes y áridas, por sus exigencias no exentas de recompensas y alegrías, nada es más natural que complete el círculo vicioso exacerbando su aislamiento y dándole la espalda al mundo. “Lo que es preciso recalcar es un hecho muy sencillo —escribe George Steiner en su libro sobre el campeonato mundial entre Fischer y Spassky, Campos de fuerza—: un genio del ajedrez es un ser humano que concentra dones mentales vastísimos, poco y mal comprendidos hasta ahora, y que se desvive por lograr la culminación de una empresa en definitiva trivial. De un modo casi inevitable, esa concentración genera síntomas patológicos de estrés nervioso, de irrealidad.”

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En una página célebre el ensayista inglés Joseph Addison escribe que las ruinas de Babilonia no son un espectáculo tan conmovedor como la mente humana desbaratada por la locura. Pero quizás haya un espectáculo aun más conmovedor, y es el instante en que la mente de un ajedrecista, después de adentrarse en el laberinto de combinaciones que representa un nuevo movimiento —un laberinto en cierta medida familiar pero a la vez aterradoramente desconocido, lleno de trampas y salientes súbitas y callejones sin salida—, logra sortear los desfiladeros de la locura y sostenido por algo tan delicado como un cabello se las arregla para desandar el camino de sus pensamientos hasta volver a la realidad.

Cada tanto, lo mismo en los torneos de alto nivel que en las partidas entre aficionados, se da uno de esos trances de pasividad introspectiva en que la disposición de las piezas produce un inadvertido laberinto sobre el tablero, un laberinto capaz de eclipsar por completo el mundo —y al tablero que ha fungido de entrada— mientras el reloj avanza con el sonido maquinal de una condena. El espejismo de una jugada brillante, un sacrificio que análisis más detallados presentan como ineficaz, puede detonar ese ensimismamiento que en algunos casos se prolonga de manera alarmante hasta traducirse en derrota. Después del fogonazo de la genialidad, el jugador se descubre de pronto extraviado en el espeso bosque de combinaciones, donde no sólo ya no encuentra las migas de pan que le servirían de guía para volver a la superficie del tablero y completar al fin su movimiento, sino donde también ha entrevisto las honduras impenetrables del ajedrez y ha comprendido su horror, se ha visto a sí mismo conducido a través del túnel de la monomanía hasta los umbrales del infinito, y aunque esté convencido de que la clave de la mejor continuación se encuentra allí, en algún lugar de esas profundidades cuya mirada es incapaz de abarcar, sabe también que jamás tendrá el valor de emprender su búsqueda sistemática.

Durante la segunda partida del cuarto enfrentamiento por el título mundial entre Anatoli Karpov y Garry Kasparov, en 1987, la mente del joven campeón fue tragada por un remolino sólo en apariencia estático, por una vorágine de variantes y contraataques de un dinamismo perturbador. Apenas en el décimo movimiento, después de un gambito sorpresivo que Karpov había preparado hacía pocos años para su duelo con Kortchnoï, y que por una razón u otra no había utilizado de nueva cuenta, Kasparov, como si alguien hubiera oprimido un interruptor en su nuca, se desconecta del mundo. Su mente se abstrae de la sala de competiciones, se esfuerza por evaluar los alcances de esa novedad emponzoñada y, de improviso, arrastrada por una fuerza superior, comienza a vagar por los bordes del tablero como quien guarda el equilibrio en las inmediaciones de un precipicio. Cambia el apoyo de la cabeza de una mano a la otra, con frecuencia se lleva un dedo distraídamente a los labios, pero es claro que no está allí, que aun su repelente enemigo se ha desvanecido en la bruma, lo mismo que las piezas, que hace ya tiempo dejaron de mostrarle su perfil despiadado y perdieron toda sustancia. Una hora y veinte minutos más tarde el Ogro de Bakú vuelve en sí y realiza su movimiento, pero hay una sombra de extrañeza en su rostro, cierta estupefacción en su actitud delata que el peón en su mano ha dejado de ser una pieza de ajedrez y se ha convertido en otra cosa, en algo ajeno y desusado e improcedente, en un obtuso pedazo de madera. El despilfarro de tiempo, que a la postre habría de costarle el encuentro y estuvo a un milímetro de comprometer la confirmación de su título mundial, es sólo el dato anecdótico, la contraparte estadística de ese descenso angustioso a los infiernos del tablero acerca del cual los ajedrecistas prefieren no hablar demasiado —a veces ni siquiera evocar—, como si esa reserva, ese empecinado alzarse de hombros, conjurara de algún modo el peligro de una recaída aún más catastrófica.


La inadvertida entrada al laberinto. Posición después de 9…e3,
en una partida crucial de campeonato entre las dos grandes Ks.

Es difícil aceptar que alguien que suspende la vista durante horas sobre un tablero intacto, mientras sostiene la cabeza con ambos manos a manera de pedestal, esté en verdad reflexionando sobre los caminos que lo conducirán a una posición ganadora. Cualquiera que conozca el espíritu del ajedrez sabe que la concentración que demanda no puede mantenerse incólume después de cierto tiempo, y que la tensión que se acumula debe encontrar a veces su válvula de escape en un movimiento profiláctico o no del todo intrépido, siempre y cuando no tenga visos de ser un error garrafal. Pero en ocasiones lo que obsesiona al ajedrecista no es tanto la bullente combinatoria de secuencias que diez o doce jugadas más adelante lo guiarán a una ventaja tan infinitesimal como incierta, sino la cercanía de una continuación obvia, la seguridad incoercible de que cualquier mirón que echase un vistazo al tablero desde fuera atinaría en un dos por tres con la variante que daría sentido y hondura a todo el plan hasta entonces desarrollado. Es esa cercanía, la sombra de esa posibilidad escurridiza y quizá flagrante, como la carta robada de Poe, la que tortura y hace vacilar al jugador, y que posándose como un ave de mal agüero sobre su cráneo sudoroso, comienza a picotearlo en la sien, una y otra vez, se diría de manera sarcástica, cegándolo con la negrura de sus alas y dando un nuevo sentido, más aterrador y opresivo, a la idea de amenaza, que es el arma más sutil en el ajedrez, pero que dirigida contra uno mismo termina por convertirse en una prueba de cordura.

Antes de Kasparov, muchos otros ajedrecistas han experimentado esa suerte de trance en el que la conciencia no sólo se evade de la realidad, sino que enfrascada como se encuentra en los recovecos de una posición no necesariamente compleja, termina por alejarse de ella hasta que, precipitándose por la puerta de atrás hacia el infinito, ya no le significa nada. En el sexto movimiento de una Ruy López —quizá la apertura más estudiada y recurrente del ajedrez—, Viktor Kortchnoï se ausentó cierta vez sobre su silla por cerca de una hora y media, para regresar del abismo con la recompensa de una jugada consabida. Efim Bogoljubow, el malhadado aspirante al título mundial durante los años veinte del siglo pasado, demoró una hora y cincuenta y siete minutos mientras meditaba una posición de la que por cierto no salió muy airoso, y hay constancia de que en 1980 el Maestro Internacional Francisco Trois, de Brasil, ocupó la desconcertante cantidad de dos horas y veinte minutos para completar su séptimo movimiento frente a Luis Santos, siendo que al parecer sólo tenía que considerar dos movimientos posibles de su caballo.

¿Cómo entender esos lapsos prolongados de hipnosis, esa niebla súbita de extravío y turbación que aguarda al ajedrecista a la vuelta de un movimiento que nadie juzgaría especial? ¿Qué puede la mente humana, aun la mente aguda y privilegiada del ajedrecista, frente a algo que no tiene indicio alguno de lógica y que es impredecible y desasosegante y de consecuencias funestas? Si consideramos que en los torneos actuales cada jugador cuenta con dos horas para completar los primeros cuarenta movimientos, dejarse llevar por los vuelos de una especulación vagarosa se antoja descabellado, sino suicida, y se aviene muy mal con la imperturbable disciplina a la que debe someterse el jugador de nivel. ¿Cabe describir esa hipnosis como una forma magnificada de la indecisión, como ese punto limítrofe en que la duda se convierte en pasmo y por tanto en inacción?

El inconstante Siegbert Tarrasch, que también era médico, bautizó como amaurosis schacchistica la ceguera repentina en el ajedrez, ese insidioso lapsus en que el jugador pierde la conciencia de una pieza o de una zona del tablero con desenlaces casi siempre lamentables. ¿Habría tal vez que abordar este bloqueo profundo desde el punto de vista de la medicina y entonces bautizarlo como apoplejía schacchistica, es decir, como una variante de la parálisis que deja girando a la mente alrededor de sí misma? ¿No puede ser, simplemente, un revoloteo inoportuno del ala de la imbecilidad ensañándose con aquellas mentes que han pretendido ir más allá de lo que les permite su genio? ¿Y qué es exactamente lo que cruza por la cabeza de los grandes maestros durante tanto tiempo de meditación, qué los subyuga o hechiza con tal improcedencia y los mantiene a kilómetros de distancia del tablero, de ese mismo tablero que sin embargo escrutan de arriba abajo con aire de perplejidad como si se tratara de un jeroglífico?

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Mikhail Tal, amo de las combinaciones fantásticas y de los sacrificios deslumbrantes, capaz de encontrar vetas inexploradas en las posiciones en apariencia más anodinas y estancadas, solía dejar que su mirada planeara como una ave de rapiña sobre el tablero en busca del salto de la liebre de lo extraordinario, lo cual sucedía con frecuencia, pero también lo llevaba a internarse en callejones sin salida con los que él mismo se obstaculizaba el análisis. No por nada conocido como El mago de Riga, durante una de esas fugas intempestivas a los márgenes de la realidad, Tal se las ingenió para que su mente se deslizara del frío escenario de Kiev a un pantano del África, y de la tentación de un sacrificio intrépido se sacara de la chistera un hipopótamo, un aberrante y sin duda adiposo hipopótamo en aprietos. “Nunca olvidaré mi encuentro con el maestro Evgeni Vasiukov durante uno de los campeonatos de la URSS —comenta Tal—. La posición en el tablero era muy compleja, y yo pensaba sacrificar un caballo. No era una variante muy clara, puesto que existían muchas posibilidades. Comencé a calcular y me horrorizó la idea de que el sacrificio fuera vano. Las ideas se amontonaban en mi cabeza: a una respuesta correcta del enemigo en determinada situación la traspasaba otra variante, y allí, naturalmente, ese movimiento era del todo inoportuno. Lo concreto es que en mi cabeza se formó un montón caótico de movimientos, a veces incluso sin ninguna relación entre sí, y el “árbol del análisis”, tan recomendado por los entrenadores, comenzó a crecer de manera monstruosa. No sé por qué, pero en ese momento recordé la célebre poesía infantil de Chukovski: ‘¡Oh, qué difícil es el trabajo / de sacar a un hipopótamo del pantano!’ No podría explicar a causa de qué asociación este hipopótamo se metió en el tablero, pero la verdad es que, mientras los espectadores creían que estaba analizando la posición, yo pensaba en cómo demonios podría sacarse a un hipopótamo del pantano. Recuerdo que mi cabeza pronto se llenó de cabrestantes, palancas, helicópteros e incluso de una escalera de cuerda. Después de numerosos intentos no encontré ningún método aceptable de sacarlo del pantano, y pensé con amargura: ¡pues que se ahogue!”

Aunque para dar cauce a sus devaneos sin sentido Tal se valió en aquella ocasión de la figura nada discreta de un hipopótamo, es claro que se trataba de un mero pretexto; a quien debía sacar del atolladero era a sí mismo, y ya se sabe que para que la mente encuentre una salida al intrincado encierro que ella misma se ha fabricado no hay palanca ni escalera que valga. El paréntesis se extendió sólo cuarenta minutos, y hay que decir que tuvo un efecto benéfico: Tal volvió a la realidad con la cabeza despejada, y de un vistazo se decidió por hacer caso a la intuición y no al cálculo. “Hay tres tipos de sacrificios: los correctos, los incorrectos y los míos”, gustaba de señalar Tal, y aquel caviloso día de 1964 el sacrificio de caballo, no sin cierto dramatismo funambulesco de quien improvisa el número de apoyarse únicamente en un dedo, le redituaría una celebrada victoria.

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Si hoy estas excursiones a los abismos cenagosos del tablero se presentan como una fatalidad aquí y allá, cuando el reloj se ha convertido en el más fiero antagonista del ajedrez (un antagonista que obliga a que cada jugador se enfrente en primer lugar contra sí mismo, contra su propia dispersión e inconstancia), en las épocas en que todavía no se instituían límites para la reflexión había partidas que llegaban a extenderse hasta lo inimaginable, y después de varias eras geológicas en que se diría que el mundo había quedado en suspenso, no era raro que los contrincantes fueran confundidos con figuras de cera. Sin la presión del tiempo que introdujo la invención del reloj mecánico de ajedrez, los movimientos dependían del sentido del decoro de cada jugador, sentido que parece estar muy mal repartido entre los hombres. Se cuenta que en 1851 el historiador británico Henry Thomas Buckle redactó dos capítulos de su History of Civilization in England mientras su rival reflexionaba una sola jugada, y hubo partidas memorables, como la decisiva entre Anderssen y Staunton, que para apenas 29 movimientos requirieron cerca de nueve horas.

También en ese mismo año de 1851, que debería recordarse como el de los movimientos más exasperantes de todos los tiempos, Elijah Williams, durante el Torneo de Londres, tenía la mala costumbre de abismarse sobre el tablero sin esforzarse en la mímica de la concentración, transformando el noble juego del ajedrez en una prueba de resistencia, que exigía del rival la fortaleza interior de un monje budista, si no para el dominio de las descargas de ansiedad y aburrimiento, sí para desarrollar el temple necesario a fin de permanecer sobre una silla la mayor parte del día. Las partidas de Williams eran tan dilatadas que algunas veces rebasaban las veinte horas, y aunque ese lapso le habría bastado a un general de la Armada Británica para la conquista de una ciudad exótica, según los reportes de aquella época las escaramuzas que protagonizó fueron más bien lerdas y esporádicas, y las emociones que regaló al público sólo se comparaban con las que podía despertar el papel tapiz del decorado. En The Even More Complete Chess Addict se sugiere que más que una peculiaridad de su carácter flemático la tardanza proverbial de El perezoso de Bristol comportaba una estratagema para sacar de balance a sus rivales, una burda maniobra que no tardaría en ser conocida como Sitzkrieg o “Guerra de la silla”.

Tomarse las cosas con excesiva calma puede ser, en efecto, una artimaña tan eficaz como una celada, que destroza los nervios del contrincante y lo hace caer en la desesperación o en el error que, como se sabe, son los verdaderos enemigos contra los que debe lidiar todo ajedrecista. Howard Staunton, organizador del torneo y antiguo profesor de Williams, se sintió con el derecho a amonestar a su ex pupilo cuando le tocó el turno de medirse con él, recriminándolo por su estilo tardo a pesar de que él tampoco sobresalía en celeridad: “¡Elijah, no se supone que estés allí simplemente sentado, se supone que debes estar allí sentado y ponerte a pensar!”, le gritó. Pocos movimientos más tarde, y tras varias horas de presuntos análisis quién sabe qué tan profundos pero en cualquier caso irritantes, Staunton estalló. Los modales victorianos de ese gran caballero que defendía el espíritu deportivo del más civilizado de los juegos se hicieron de pronto añicos ante el ritmo acompasado de aquel individuo que parecía estar hecho de mármol y que no le importaba aplazar hasta lo indecible la hora del té. Aunque ese gesto habría de costarle uno de los primeros puestos, Staunton abandonó la partida con una declaración infamante: “¡Yo no admito la lentitud de la mediocridad!” Elijah, con una sonrisa diabólica que tardó varios segundos en formarse, saboreó como nunca la victoria.

Pero llevar el Giuoco piano hasta las fronteras de la inmovilidad presenta el inconveniente de que nada obliga al rival al apresuramiento, y en realidad se expone a que éste le pague con la misma moneda de la lentitud. En su duelo con el desconocido James Mucklow, El perezoso se enfrentó con un espejo, apenas un poco menos pausado y abúlico, al punto de que entre los bostezos que reinaban en la sala se formó la hipótesis de que los contendientes se habían aficionado al opio. Staunton, cuya actitud hacia las partidas que rebasaban las diez horas pasó de la indulgencia a la mala voluntad y luego a la reacción alérgica (no por nada se convertiría en el principal promotor del reloj de arena como tercero en discordia) describió los aportes de Williams y Mucklow a la historia del ajedrez en los siguientes términos: “No es necesario subrayar que sus partidas, de la primera a la última, son notables únicamente por su invariable y nunca antes conocida somnolencia”.

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Todos estos ejemplos de enajenación transitoria en los que el alelamiento colinda con la profundidad metafísica y aun con el desequilibrio mental, y que bajo la apariencia del rigor analítico encubren la vulnerabilidad del ajedrecista, sus excursiones involuntarias al reino del no ser y la ceguera, son apenas un suspiro comparados con la parsimonia desquiciante de Louis Paulsen, férreo ajedrecista alemán que durante la segunda mitad del siglo XIX destacó por la pulcritud de su juego defensivo y por la gravedad con que afrontaba cada aspecto de la partida, y que sin importarle el agotamiento mental que derivaba de sus cálculos, invertía más tiempo que nadie en el descubrimiento y anulación de las maquinaciones del contrario.

Paulsen fue quizás el primer ajedrecista de la historia en dudar del ataque brillante, en descreer de la genialidad entendida como fuego de artificio; su estilo se basaba en la premisa de que el ajedrez ha de ser una batalla sorda y que para todo lance temerario siempre habrá una defensa que mostrará su inanidad. Era por supuesto un enemigo del juego efectista y romántico, un meticuloso aguafiestas del tablero, y si se mostraba reacio a participar en los grandes torneos internacionales era debido a que sus escrúpulos le exigían detenerse ante cada avance del rival hasta refutarlo, como si se tratara de un desafío teórico, lo cual muchas veces sucedía horas después de que ya su bandera había caído y se le adjudicara la derrota.

Paulsen nació en 1833, y fue contemporáneo y rival de Morphy y Steinitz. De haber nacido treinta años antes quizá habría sido un ajedrecista imbatible, dada la precisión y fortaleza de su juego, dada la solidez de sus innovaciones en las aperturas, pero tuvo la mala fortuna de figurar justo en una época en que la liberalidad concedida al análisis comenzaba a restringirse. El reloj se empleó por primera vez de manera oficial en 1867, en el torneo de París, y no transcurrieron ni siquiera veinte años para que se aprobara el reloj mecánico dual, inventado por Thomas Bright Wilson, que desde entonces se impuso en todo el mundo, con gran mortificación de los jugadores calmos y meditabundos.

Aunque destacó en las exhibiciones de simultáneas a ciegas, Paulsen se interesaba menos en la victoria que en la verdad; era un ajedrecista de una sutileza sin precedentes, mas no del tipo competitivo. Antes de tocar una pieza se cercioraba de que su movimiento fuera tan riguroso que alcanzara el estatus de “científico”, y en cierta ocasión ese prurito lo llevó a rumiar durante once horas ininterrumpidas una sola jugada, que sin embargo no sabemos si fue, en compensación, a tal punto eficaz. Esas once horas son toda una proeza para la mente humana carcomida por una sola idea; también, del lado del oponente, representan un hito de tolerancia, espíritu deportivo y hasta de abnegación, pues de haber sabido que Paulsen se resistiría a meter las manos al tablero durante tanto tiempo, como si estuviera obligado a inferir cuál de todas las piezas era la única que no detonaba un explosivo, con toda seguridad se habría excusado y se habría ido a la cama hasta nuevo aviso. Si excluimos el ajedrez postal, se trata de la respuesta más dilatada de la que se tenga noticia en un juego que ponga cara a cara a dos contrincantes. Ni siquiera el go, cuando estuvo regido por los despaciosos ritmos orientales y no por el cronómetro, produjo tal prodigio de reflexión y silencio, a pesar de que entonces una sola partida de campeonato solía asignar cuarenta horas a cada jugador, lo cual hacía que las contiendas se prolongaran durante semanas e incluyeran prácticas propias del Zen y numerosos aplazamientos.

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Con su reputación de jugador absorto y solemne, de auténtico quelonio del ajedrez, Paulsen no sólo provocó la ira y a veces el abandono de sus rivales, sino que dio lugar a toda clase de equívocos sobre las reglas de etiqueta que habían de guardarse frente al tablero, y no faltó quien se preguntara si el genio alemán dominaba el arte de quedarse dormido con los ojos abiertos. En una de las anécdotas más famosas del ajedrez —la anécdota favorita de Bobby Fischer— Paulsen se sume en una de sus colosales meditaciones en una partida contra Paul Morphy, cuya maestría para el juego abierto era tan audaz como relampagueante, y que a partir de que le asestara uno de los sacrificios de Dama más espectaculares de todos los tiempos bien podía ser considerado su Némesis. Al cabo de cinco horas, Morphy, un caballero habituado a compases de espera inhumanos, en los que evitaba a toda costa mesarse los cabellos de hastío o importunar a su contrario con un bostezo, se decide tímidamente a romper el silencio y exclama: “Perdone, ¿pero por qué no juega de una vez?” Y ante esa pregunta que resonó con un timbre acerado que pertenecía a otro mundo, a un mundo distante donde todavía existía el cambio y la variación, y que atravesó el cuarto de un extremo a otro como lo haría una daga en un globo henchido de sopor, Paulsen volvió en sí con una sacudida y repuso: “¡Oh!, ¿en verdad es mi turno?”

No está de más preguntarse si episodios como éste no desatarían la perturbación mental que aquejaría a Morphy con el paso de los años, un oscurecimiento de sus capacidades intelectuales mezclado con manía persecutoria y desasosiego que lo llevaría a hablar solo mientras vagaba sin rumbo por las calles de Nueva Orleáns, y a la larga desembocaría en que la sola mención del juego de ajedrez le produjera arranques de cólera. Y hay que notar que también Steinitz, quien declaró que nada le inspiraba tanto temor como enfrentar a Paulsen en un match, quizá porque lo intimidaba su estilo defensivo tanto como su ensimismamiento y lentitud, terminaría protagonizando excéntricas partidas celestiales con el probablemente menos impasible Jehová, a quien, por cierto, se permitía dar las blancas y peón de ventaja.

Pero a diferencia del juego acompasado de Elijah Williams, que tenía como fin la provocación, crear un malestar persistente para que al cabo reinara la impaciencia, Paulsen no se preocupaba por el semblante o la psicología del contrario, ni por ningún detalle que fuera ajeno al tablero. Una vez que se zambullía en una partida, ésta ocupaba por entero el espectro de su voluminosa cabeza, y aun cuando del otro lado el rival comenzara a hacer aspavientos y se revolviera en su silla como un simio aprisionado en una jaula, sus sentimientos y modales, como por lo demás su misma existencia, le tenían sin cuidado.

En realidad Paulsen no buscaba medirse con otros ajedrecistas; tampoco entendía el ajedrez como una prueba contra sí mismo. Jugaba, si es que esto tiene algún significado preciso, contra el ajedrez y desde el ajedrez, como un engranaje lento y mal aceitado de un mecanismo superior cuyo cometido es llevar hasta sus últimas consecuencias las posibilidades del juego. Si un contrincante lo derrotaba en una partida, era de la opinión de que sólo podía ufanarse de haber capitalizado alguno de sus errores, aquellas flaquezas y puntos débiles que él, Louis Paulsen, un hombre propenso a la melancolía, descuidó, pero era materia de discusión si la secuencia de movimientos victoriosos eran del todo inobjetables, objetivamente mortíferos.

Y las once horas de reflexión incesante que alguna vez dedicó a un solo movimiento, aquella ausencia desorbitada que queda como una prueba de su disposición a prescindir de la mejor parte de la realidad, quizá pueda ser entendida, más que una labor penosa de escudriñamiento y tanteo, como un método para perder la conciencia de sí mismo a través de la contemplación de un punto fijo del tablero; una vía tortuosa de penetración e indiferencia, que a través de la esmerada negación del mundo, de conseguir quedarse tan inmóvil como las piezas, le abriría la puerta trasera del infinito, llevándolo a alcanzar, así fuera por el lapso brevísimo e insatisfactorio de once horas, lo que más había querido en la vida: fundirse y ser uno con el ajedrez.*

*Ensayo del libro Los disidentes del universo, de próxima aparición.

lunes, 28 de febrero de 2011

No te pierdas este miércoles 2 de marzo la presentación del libro:

Los disidentes del universo
de Luigi Amara

un libro de realismo conjetural o ensayística ficticia

Con la presencia real y genuina de Fernando de León
y del mismísimo autor

La cita, para disidentes y no tanto,
es a las 7pm en la Feria de Minería,
Pabellón del Estado de México, planta alta, Sección XVI.

lunes, 10 de enero de 2011

En contra

Al menos por una vez hay que estar en contra de todo, incluso de las propios principios, así sea para completar el viaje de 360 grados alrededor de uno mismo.