martes, 12 de julio de 2011

Tributo al perro callejero

Desafiante como una broma, al sur de la ciudad de México, en Avenida Insurgentes, se yergue un monumento al perro callejero. Esculpido en bronce y montado sobre un pedestal —quizá para evitar que los demás perros le rindan tributo líquido—, se trata de una obra más bien modesta desde el punto de vista escultórico que, sin embargo, como gesto, como atrevimiento, roza la genialidad y se convierte en una pieza vanguardista.

No tan grande como para confundirse con una escultura ecuestre, el perro de metal representa a los miles que pululan en la urbe, en particular a esa mezcla improbable de razas que sólo la calle y la jauría pueden engendrar. De pelambre escuálida y pata coja, tiene la cabeza gacha de los que sólo aspiran a sobrevivir, y al haber sido esculpido en pleno vagabundaje, parece desentenderse de las burlas y el desprecio de las que constantemente es objeto como perro y como escultura.


Foto de Erick 1984

En un país demasiado afecto a la monumentalidad, que ha sembrado las plazas de cabezas de Juárez y ha tenido la desmesura de levantar estatuas ¡incluso a Fox y a Chabelo!, la de un perro miserable no se antojaría desencaminada. Pero es precisamente en el contexto de ese apego nacional a lo heroico, en medio de esa necesidad granítica de próceres, que el monumento al perro callejero desentona y revela su importancia. Como el homenaje al soldado desconocido, estamos ante un emblema o un símbolo; pero a diferencia del soldado, los méritos del can son discutibles y, en cualquier caso, nada tienen que ver con una presunta defensa de la patria. La intención primordial del monumento es, desde luego, producir lástima, llamar la atención sobre una plaga de mamíferos en una ciudad donde nadie sabe la procedencia del suadero. Pero en realidad, más que lástima, produce conmoción y desconcierto, rompe las barreras de lo que cabe entender como monumento, abriéndolas de par en par a la vida cotidiana. Ahora se puede llevar una auténtica vida de perros y merecer la inmortalidad broncínea.

No es que a los perros callejeros les falten rasgos de heroísmo. Aprender a cruzar el Periférico sería digno de una medalla. Y sólo por la forma en que, tendidos en la banqueta, miran condescendientes, con ojos de sultán, la prisa humana, ya merecerían nuestro reconocimiento. Pero aquí lo decisivo es que no son héroes. Son simples perros pulguientos. Con esa lógica podrían erigirse estatuas a las hormigas, a los vagabundos, a la gente que barre. ¿Dónde y cómo trazar la línea divisoria de lo que exige un monumento y lo que no? ¿Por qué recordar a oscuros generales en vez de, por ejemplo, a la torta cubana? Con irreverencia, con desfachatez iconoclasta, este monumento defiende que, si de memoria colectiva se trata, si hemos de exaltar algo en la plaza, no existe un tema peor que otro.

Publicado originalmente en Frente.