viernes, 21 de diciembre de 2012

Quince islas para el ensayo en México

Antes que un canon, me propuse hacer una lista personal de los libros más significativos y logrados del ensayo en México. Es difícil saber si comparten algo más allá de la convicción, después de todo no muy difundida, de que el ensayo es invención, un arte de la imaginación y el pensamiento, más que un mero vehículo para comunicar ideas. Algunos libros que enumero están relacionados entre sí, por temperamento o forma, pero en realidad prefiero pensarlos como experimentos solitarios, casi como vértebras sueltas, de una columna vertebral de la literatura mexicana que, pese a su calidad indudable, quizá nunca ha sabido sostenerse en pie a los ojos de los lectores.



Disertación sobre las telarañas de Hugo Hiriart
El juego, el humor y la inteligencia se combinan para crear piezas audaces, de una erudición engañosa. De la metafísica al hot dog y del huevo a las dedicatorias, los ensayos breves de este libro son tan inventivos como desopilantes. Si fueran más conocidos serían la envidia de cualquier literatura.



De fusilamientos de Julio Torri
Un libro impuro, extravagante y genial, que va de la narración al aforismo y de vuelta a la reflexión irónica. Es fácil advertir la huella de Torri en autores como Kafka y Borges, que nunca lo leyeron; en otros, como Arreola o Luis Ignacio Helguera, que lo frecuentaron hasta el cansancio, la sombra de Torri es casi corpórea.


Movimiento perpetuo de Augusto Monterroso
En México hay tres grandes escritores inclasificables: el guatemalteco Augusto Monterroso. Su prosa breve y de rara intensidad —que se antoja espontánea a fuerza de trabajo— se ocupa de la mosca, tema ancestral que, en sus manos, se vuelve inabarcable.



Cuaderno de escritura de Salvador Elizondo
Un volumen que explora las vicisitudes de la escritura: de la escritura como experiencia pero también como cosa mentale. En cuanto falso cuaderno aloja, a manera de larva, tres o cuatro libros posibles (o quién sabe).

Ver de Francisco González Crussí
Cada libro de este médico/escritor consigue poner en equilibrio tres componentes de difícil alianza: la experiencia profesional, el conocimiento libresco y la mirada personal. En Ver desembocan muchas de las obsesiones del autor, resueltas con su particular y un tanto desfasada elegancia.

De la amorosa inclinación a enredarse en cabellos de Margo Glantz
Como muchos libros de ensayo, más que propiamente un libro se trata de un gabinete de curiosidades o, como su autora prefiere catalogarlo, un relicario. Su tema es tan descabellado como experimental su escritura, mezcla de investigación rigurosa y deschongue.



Apariencia desnuda de Octavio Paz
La prosa de Paz es más penetrante y lúcida cuando se aparta de preocupaciones sociológicas y se convierte en un ejercicio creativo de crítica, como en este texto sobre Duchamp. Genio de la glosa, de la asimilación imaginativa para ver más, aquí queda de manifiesto que Paz entendía la inteligencia como una aventura.


El arte de la fuga de Sergio Pitol
Aunque es un libro que incluye una variedad de géneros literarios (entre ellos la crónica, las memorias y el diario), su búsqueda es eminentemente ensayística: salir en pos de sí mismo para entonces llevarnos a todos lados.



En defensa de lo usado de Salvador Novo
Es posible que al escribir sus Ensayos Montaigne buscara un lugar desde el cual acercarse a lo cotidiano. Así también entiende el género Novo: como una vía para reflexionar —para volver a visitar— lo que nos rodea, lo familiar y más próximo.


¿Por qué tose la gente en los conciertos? de Luis Ignacio Helguera
Artista del destello, de lo fugitivo y lo anormal —de lo impredecible—, Helguera escribía prosas breves que, con el pretexto de hablar sobre cualquier cosa, no hablaban sino de sí mismo, en una suerte de autorretrato fragmentario tan melancólico como proclive al autoescarnio.

Manual del distraído de Alejandro Rossi
Plutarco de vidas patéticas, coleccionista del absurdo, explorador de lo banal y lo aparentemente insignificante, Rossi abjura de la filosofía académica para emprender, a la manera de Borges, la búsqueda casi mítica, no por ello menos irónica, de la página perfecta.

En busca de un lugar habitable de Guillermo Fadanelli
Una preocupación humanista está en el origen de los ensayos de Fadanelli, de allí que todos sean críticos y personales a un tiempo. La página, para él, es un lugar de inestabilidad, en que las preguntas, incluso las más abstractas, surgen y vuelven a la propia experiencia.




Ensayos para un desconcierto de Heriberto Yépez
Iconoclasta y provocador, en este libro la experimentación es otro nombre de la crítica. Con algo de delirio y de juego, Yépez consigue hacer del ensayo un atentado terrorista, siempre dispuesto a encender la polémica.

De eso se trata de Juan Villoro
Lejos de un acercamiento impersonal a libros y autores, para Villoro la lectura es una experiencia, un acontecimiento tan íntimo como intransferible, que puede compartirse a través de la escritura. Si la inteligencia y el ingenio pueden ser un lastre para la narrativa, aquí son aliados de la pasión.

El cazador de Alfonso Reyes
Estuve a un milímetro de completar el escándalo de no incluir a Reyes en esta lista. ¿La razón? Que su arte ensayístico está desperdigado en páginas memorables, pero no en un libro indiscutible. (Rechazo entender El deslinde como ensayo y desde luego como un gran libro.) Pero El cazador reúne esa plasticidad y agudeza que hacen de Reyes el mejor exponente de su visión híbrida del ensayo.

Publicado originalmente en Este país, núm. 259, noviembre de 2012.

domingo, 4 de noviembre de 2012

El hombre ciego a la belleza


A diferencia de los que padecen el síndrome de Stendhal, que sufren vértigo y palpitaciones ante a una obra maestra, el Hombre de la Mancha en el Ojo no experimenta nada frente a la belleza. Si acaso siente a veces un poco de estupor, ese estupor confuso y un tanto vergonzoso de quien se sabe diferente y se da cuenta de que sus cuerdas sensibles no han sido jamás rasgadas por los dedos del arte. Si está ante un cuadro, por ejemplo, le parece como si hubieran desparramado tubos de pintura de forma arbitraria y tosca; si acude a una sala de conciertos, las notas se niegan a formar relaciones armónicas en sus oídos, y más bien la música lo atormenta como si proviniera de instrumentos infernales y desarticulados sin otro fin que enloquecerlo. Si lee un poema o un cuento, es capaz de seguir el hilo, de “captar el sentido”, pero de todas formas se queda en blanco. Al igual que los que no pueden ver determinado color, está ciego a la experiencia estética; toda una franja de la realidad le ha sido por completo vedada, lo que lo hace parecer impasible, reservado y flemático, aunque por lo demás sea un hombre del todo normal.
           Cuando era niño, todos creían que esa incapacidad tenía que ver con la opacidad vítrea de su ojo izquierdo. Nació con esa especie de nubosidad permanente que, sin embargo, no alteró su visión; pero el hecho de que, a nivel auditivo, sufriera una indiferencia o insensibilidad parecida —que la música lo dejara siempre frío—, despejó el temor de que su mal proviniera directamente de la mancha. Aunque siempre habían tenido cierta aprensión con todo lo relacionado al humor vítreo de su hijo, sus padres se alarmaron por primera vez tras descubrir que él prefería ver la televisión cuando ya no había nada que ver, cuando la programación había concluido y en la pantalla sólo desfilaba un avispero de brillos y zumbidos conocido como nieve. “No es que encuentre mucha diferencia entre la nieve de la pantalla y una película —suele explicar—; pero al menos la primera me resulta más tranquilizadora, quizá porque entonces no tengo la obligación de sentir algo."
           Desde aquella madrugada en que sorprendieron a su hijo hipnotizado por una pantalla chisporroteante y sin sentido, estaba claro que su destino sería singular. Quisieron ayudarlo, “sensibilizarlo”; puesto que no sabían si se trataba de una variedad de autismo, temieron que de no abrirle los ojos a la belleza estaría condenado a convertirse en un psicópata o un criminal.
           Pero nada ha funcionado. Las cosas son indiscernibles para él desde el punto de vista estético: ya no digamos las bellas artes, la comida, la ropa, todo le da lo mismo; si le dan a elegir entre una habitación con vista a un jardín y otra con vista a un muro gris, sencillamente se alza de hombros. Pese a que le gusta jugar futbol, dos jugadas de gol en un partido —una soberbia, la otra azarosa y torpe— tienen igual peso en su ánimo en razón de que ambas alteraron el marcador. Es como si las contemplara desde la rejilla chata del sistema binario; como si entre él y la realidad se levantara un vidrio gélido e infranqueable, parecido al desasimiento o a la depresión. Alguien lo describió como aquel desdichado que nunca ha visto la tela colorida del velo de Maya; otro, como el infaltable aguafiestas que siempre ve desnudo al emperador. Antes de la pubertad, todas las niñas le eran odiosas; después de la pubertad, todas las mujeres lo excitan por igual, y él mismo reconoce que se trata de una agradable atracción puramente animal. Se entiende que enseñarlo a apreciar a los grandes maestros raya en una empresa ridícula.
           Por consejo de una amante, una vez hizo el viaje a Florencia, con el propósito de visitar la Galeria degli Uffizi, ese rincón del mundo en donde se registran más sobredosis de belleza, pero en especial para conocer la Basílica de Santa Croce, el lugar donde Stendhal estuvo a punto de desmayarse por las sensaciones celestes que le infundió la nave principal. Pero ya una vez allí, separado de la abundancia de belleza como el loro del reino del significado, el Hombre de la Mancha en el Ojo se limitó a hacer un cálculo de la gente que cabría cómodamente sentada en su interior.
           Un poco en broma, ya que lo había escuchado describir los cuadros como “meras manchas”, su hermano lo llevó en una ocasión a ver la obra de Jackson Pollock. Para su propia sorpresa, frente al primero de los cuadros, el hombre ciego a la belleza sonrío. Como si quisiera retorcer su humor más de la cuenta, exclamó que eso al menos no tenía la confusión y gratuidad de un Tiziano.

Pollock 32 (1950)




Al día siguiente, su hermano lo llevó a un taller de carpintería, donde las sierras eléctricas y los martillos creaban un auténtico aquelarre acústico, un estrépito informe y destemplado. Le pidió que se detuviera en el umbral y cerrara los ojos. “Sí, aquí hay algo”, dijo. Pero la verdad es que nunca ha pasado de allí. Un erizamiento leve de la piel, si acaso la inminencia del goce artístico de cara al desorden. Sensaciones —o subsensaciones— que lo atraviesan de vez en vez, como cuando mira un vertedero de basura o cuando se topa con niños que juegan a la orquesta con sartenes y cacerolas.
           Ya que carece de punto de comparación, es imposible hacerle entender que el mundo que habita es un mundo disminuido y trunco. Él se limita a sonreír; asegura que en ese mundo empobrecido no está solo, que incluso se atrevería a decir que son legión.



martes, 23 de octubre de 2012

Aburrimiento y punk


Por Damián Tabarovsky

Salvo cuando escribe sobre Juan Villoro o sobre mí mismo, el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael suele tener razón. Obviamente ése es el caso en su Diccionario crítico de la literatura mexicana, donde refiriéndose al poeta y ensayista Luigi Amara (Ciudad de México, 1971) lo define como “un individualista a la inglesa”. “Individualista” en Amara implica no la adhesión a un ideario liberal sino, al contrario, la fruición de actualizar la vieja tradición libertaria, anarquista. Y sobre lo inglés, no me es muy difícil imaginar a Amara leyendo a William Hazlitt (¿en la edición de los Ensayos fugitivos muy bien traducidos para Conaculta por Carlos Avila Flores a fines de los 90?) textos como Sobre la gente desagradable, Sobre la falta de dinero u otros por el estilo del gran ironista inglés del 1800. Sutil ironía y una perspicacia para abrir grietas entre los objetos de la vida cotidiana definen el estilo de Amara, junto a una elegancia narrativa que no podemos más que envidiar. Buena parte del mundo de Amara puede leerse por sustracción, como una resta al mundanal ruido ambiente, al movimiento de las cosas: frente a los autos, Amara prefiere al peatón, y frente al caminar rápido, el peatón inmóvil. Casi como un elogio, o mejor dicho, una reposición, el restablecimiento de las condiciones de posibilidad para pensar afirmativamente la negatividad, la quietud, la lentitud. En uno de los poemas de A pie se menciona “la inminencia morbosa del tropiezo”, tema que reaparece en los ensayos del Peatón inmóvil, en la que realiza desde una “arqueología de los desperdicios” hasta una “vindicación del necio”, para terminar desembocando en un libro posterior, llamado Los disidentes del universo, en el que defiende “el deleite de hacer cola” (“por su lentitud connatural, próxima a lo viscoso, y acaso también por su retorcimiento, la cola está menos emparentada con la serpiente y la hormiga que con el anélido, con la lombriz de tierra, para ser más exactos, cuyos anillos vendríamos a ser precisamente nosotros”). Con un eco lejano a Robert Walser, Amara expresa una sensibilidad hacia la lentitud excéntrica, las tareas menores, los inadaptados y el surgimiento de la extrañeza en medio de eso que se nos aparece, en principio, como lo más familiar. Hace unos meses, en una muy fina edición de la editorial mexicana Sexto Piso (con pie de imprenta en España), apareció La escuela del aburrimiento, seguramente su libro más acabado, donde profundiza esa sensibilidad, esa erudición, esa capacidad para atrapar “lo eterno en lo transitorio”, como exigía Baudelaire.
Pero también los ensayos de La escuela del aburrimiento dan una vuelta de tuerca, abren una perspectiva, creo, novedosa en su obra, o al menos en el repertorio de figuras literarias que pueblan su escritura. Luego de una cita hermosa de Francisco Tario (a quien tarde o temprano se empezará a leer en Buenos Aires), el libro de Amara discurre, inteligente y agudo, por un territorio que ya parece propio: la preservación del aburrimiento frente a la hiperactividad del mundo actual, del anacronismo frente a la velocidad, tomado de autores como Cyril Connolly o Iván Goncharov, entre muchos otros. Pero de repente, como una irrupción, Amara incluye también en la tradición del aburrimiento el punk, en especial A Boring Life (Una vida aburrida), tema de The Slits, banda femenina de punk rock, hoy algo olvidada. Y de allí salta a los Sex Pistols y al mejor Iggy Pop. Y entonces el libro cobra una dimensión inesperada y doblemente brillante. El punk como una forma de “devolverle a la sociedad (…) el aburrimiento salvaje que esa misma sociedad les prometía”. Si yo fuera editor de Sexto Piso, le ofrecería a Amara escribir un libro entero sobre el tema.

Publicado originalmente en Perfil

miércoles, 3 de octubre de 2012

Presentación de "La escuela del aburrimiento"

El viernes 19 de octubre, a las 7:00pm, presentamos en Puebla:

La escuela del aburrimiento
(Editorial Sexto Piso)

Con la presencia un tanto bostezante de  
Guillermo Espinosa Estrada y Diego Rabasa


La cita es en Librería Profética (3 sur 701, Centro, Puebla).

Mojitos para el mal sabor de boca del hastío. 



jueves, 20 de septiembre de 2012

La escuela del aburrimiento (dos fragmentos)


Un par de fragmentos de La escuela del aburrimiento (Sexto Piso, 2012): el arranque del libro y un inciso sobre el punk.


Un día encontré al aburrimiento echado en mi sillón, las manos detrás de la cabeza, desparramado a sus anchas. Estaba allí, se diría que esperándome, aunque en realidad no parecía esperar ya nada de nada. Me miraba fijamente, sin curiosidad, sin emoción, y yo en cambio no podía sostenerle la mirada. Lo eludía y más bien me comportaba como si él no estuviera allí, en mi propio sillón, con esa pinta desenfadada de inquilino incómodo, con ese aire de desafío que adoptan los que ya no piensan irse nunca de la casa.
Aunque se había apoderado de mi habitación, lo que más me desconcertaba era no conseguir mirarlo de frente; había algo en su presencia bostezante que me hacía sentir un intruso; algo en sus facciones, en su manera insistente y hueca de mirar, me arrastraba hacia un extraño abismo de somnolencia, atormentándome con la pregunta “¿para qué?” Incapaz de convivir con él, pasaba la mayor parte del día fuera de mi departamento. Vagaba por las calles sin ninguna dirección, del mismo modo intranquilo y sediento con que Louis Aragon iba a la deriva por un París que empezaba a derrumbarse. Entraba a un café y, al cabo de unos minutos, me salía; visitaba un museo: me salía; compraba un libro: lo dejaba. Podría haber incluso asesinado: ¿para qué?; también podría haberme matado: desistía. Al rato entraba simplemente a otro café. Es posible que hubiéramos intercambiado papeles y, abriendo y cerrando puertas sin curiosidad, abandonando planes sin motivo alguno, me hubiera convertido en el Espectro Errante del Aburrimiento. Probablemente para entonces mirara a la gente en la calle con la misma distancia inquisitiva que él me regalaba en todo momento.
Como estaba claro que no tenía intenciones de marcharse y ya en el sillón se había marcado su contorno, la tibia insolencia de su peso, decidí probar a hacer su retrato. De esa manera —pensé—, me obligaría al menos a mirarlo de frente. Tal vez la misma tarea de pintarlo, de ensayar toda clase de bocetos del natural, sería una forma de contrarrestarlo, de hacer que desapareciera; quizá de ese modo su figura odiosa se trasladaría al papel en una suerte de conjuro.
Tengo que reconocer que no se ha ido. Tengo que reconocer que, como un hábil y silencioso extranjero, se ha establecido en mi cerebro con la misma desfachatez que antes desplegó en mi sofá. Y tal vez porque ya habíamos intercambiado papeles descubrí que en el retrato, en ese retrato obsesionante y maléfico, que me hacía bostezar continuamente y al mismo tiempo me quitaba el sueño; en ese retrato con el que fastidiaba a medio mundo, con el que empantanaba cualquier conversación y que al final del día terminaba por doblegarme, por hundirme en un estado plomizo y fúnebre; en ese retrato acaso del todo imposible, que ya antes otros intentaron sin demasiado éxito, quizá porque se requiere de mucho talento para pintar el vacío, o quizá porque en este caso el modelo se mueve demasiado poco y acaba por contagiarnos su desgana, su hastío, su sopor; en ese retrato, decía, descubrí que fue apareciendo mi rostro.

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Viejos discos de punk

Estoy encerrado en mi habitación, leyendo los Pensamientos de Pascal y escuchando a todo volumen viejos discos de punk. La música o, mejor dicho, ese largo grito apenas articulado que parece desplegar su propia destrucción o invocarla, ese estrépito que sale de las bocinas como un reclamo de anarquía y negación, esas guitarras abrasivas, esa melodía imposible, hecha de cosas derrumbándose, que pregona el trastornamiento de los valores, me parece que contiene toda la furia del aburrimiento, toda su rabia cautiva y espumosa, y de pronto la música retumba en mis oídos como una exacerbación infernal del bostezo.
Al escuchar a las Slits, un grupo de chicas peligrosas que Greil Marcus señala como uno de los momentos más ácidos del punk, creo entender que, más que una arcada, más que la convulsión de la náusea, el punk fue una forma extrema de hacer audible el bostezo: la respuesta de unos jóvenes aburridos e intransigentes ante una sociedad que los había condenado al borde de la inacción; la respuesta descarnada —muchos de ellos hubieron de desaprender a tocar sus guitarras eléctricas para alcanzar mayor estridencia— frente a una sociedad que les exigía no ser nada, nada al menos distinto de un espectador o un consumista.
Cuando termina la canción “A Boring Life” [Una vida aburrida] de las Slits, después de que los últimos acordes (¿pero se puede llamar a acordes a esto?) retiemblan en las paredes de mi habitación como un estribillo del fin del mundo que contrasta con la prosa refinada de Pascal (una prosa en la que, sin embargo, es fácil advertir cierta impaciencia y también a veces estruendo), me parece entender que el punk, con sus percusiones primitivas y su compromiso con el caos, no fue sino la manera de devolverle a la sociedad, con toda la alharaca y la insolencia al alcance de sus pelos pintados, el aburrimiento salvaje que esa misma sociedad les prometía.
Quien confunde el aburrimiento con la atonía y la pasividad, con un cuadro no del todo alarmante de distimia, y casi nunca con el sabotaje o la insatisfacción, es seguramente porque no ha prestado demasiada atención al punk. Porque no ha percibido que, además del polvo de la apatía, hay cierta pólvora que se arremolina durante las horas muertas.

El tedio de las tardes dominicales, que arrastró a De Quincey al opio, dio también nacimiento al surrealismo: horas propicias para la fabricación de bombas. (Connolly)
 
Quito el disco sin título ni portada de las Slits (un disco que según algunos se llama Érase una vez en una sala de estar, pero que también pudo llamarse, por su explosión feroz e impaciente, Érase vez en una sala de espera) y pruebo a hacer una lista de los grupos que cantaron al aburrimiento desde el aburrimiento mismo, desde ese estado anímico en que se interrumpe la inercia de creer en el futuro: “No hay futuro no hay futuro no hay futuro para ti —aullaban los Sex Pistols—; no hay futuro en el sueño de Inglaterra / no hay futuro para ti no hay futuro para mí / no hay futuro no hay futuro para ti.” Los Buzzcocks con su estupendo “Boredom” [Aburrimiento] del lado B de Spiral Scracht; Iggy Pop con su “I’m bored” [Estoy aburrido], canción en la que se declara “el presidente de los aburridos” (sé de muchos que le disputarían ese título); los Sex Pistols nuevamente, llevando hasta sus últimas consecuencias la canción de los Stooges, “No fun” [No es divertido]. El bostezo convertido en estridencia y desplante, en conflagración y náusea. La extraña cercanía entre la arcada y el bostezo.

(El libro se puede comprar aquí.)

miércoles, 5 de septiembre de 2012

lunes, 9 de julio de 2012

Mareos conceptuales


El striptease del emperador

Un artista tiene la siguiente ocurrencia: en una exposición colectiva, su contribución será redactar las cédulas, las guías de sala y los textos del catálogo en un lenguaje deliberadamente oscuro, repleto de referencias filosofantes y saltos mortales lógicos, abusando de conceptos científicos mal empleados y una sintaxis que ni siquiera Lacan o Hegel en sus momentos más crípticos. Lo mueve un afán paródico; quiere poner en evidencia las teorías más bien gaseosas que abundan en el mundo del arte, la vaciedad de los discursos que han encumbrado a movimientos y artistas, la arrogancia con que un curador siembra de términos técnicos su “apuesta” en contextos que resultan de risa loca (aunque desde luego nadie se ría).
Pone manos a la obra: revuelve, deconstruye, toma retazos de otros textos y los pega con un alto sentido del disparate, con una irresponsabilidad que fácilmente se podría confundir con inspiración —el sinsentido siempre tiene algo de tónico. Pero su pieza pasa inadvertida; fracasa en cuanto desmitificación. Logró ser a tal punto incongruente y confuso, puso tanto esmero en que la sarta de necedades resultara pomposa e intimidante, que nadie nota la broma. Al contrario. Aquí y allá lo animan a que siga por ese camino, que no abandone esa “veta crítica” que se tenía tan escondida pero que tan bien se le da. Está perplejo; una posibilidad siniestra se forma en su cabeza y no lo deja en paz: lo que era un revés para la sátira puede convertirse de pronto en un doble triunfo de la impostura.
            No es improbable que este artista haya existido en realidad y, dejándose llevar por el impulso, haya hecho una influyente carrera como curador o crítico. A fin de cuentas, con tan buena acogida en el plano de las pretensiones intelectuales, no habría tenido mucho caso que explicara que todo había sido un malentendido, que la pieza era un dispositivo por desgracia fallido para desnudar al emperador, que el acto de desmontaje sucede en el subtexto, etcétera, etcétera. Para bien o para mal, era una ocasión inmejorable de dar un giro a su carrera y transformarse en una suerte de agente doble: un sutil y profundo teórico, por un lado, y, para sus adentros, un artista iconoclasta. No había razón tampoco para entregarse el prurito ético: siempre quedaría la opción de revelarlo todo antes de morir. En vez de llamar al cura para ir al cielo con la conciencia tranquila, podría llamar al comisario de la Bienal de Venecia y explicarle, ante una sala abarrotada, que todo había sido una elaborada farsa, con la ventaja añadida de que, en el paroxismo del enredo, esta confesión también podría tomarse por un performance.
Si el emperador en su lecho de muerte anuncia que siempre estuvo desnudo, que desde el comienzo lo supo y más bien era como si el engaño se sostuviera a sí mismo, no nos quedaría sino sonreír, confiados en que se trata de un chiste casi póstumo. Cual obedientes chambelanes, aun en el cortejo fúnebre cuidaríamos de que no toque el suelo su traje inexistente.


Una sospecha desterritorializadora

Esta pieza anticonceptual o broma imposible pasó por mi cabeza hace casi quince años, poco después de que Alan Sokal perpetrara su célebre travesura en los cimientos del posmodernismo. Corría el año de 1996 cuando el profesor de física francés publicó en la prestigiosa revista Social Text su artículo paródico “Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la gravedad cuántica”, que a la larga evidenciaría muchos de los abusos o “licencias poéticas” en que incurren los intelectuales y filósofos al valerse de una terminología científica. Ya se había encendido la mecha de la polémica, los nombres de Baudrillard y Deleuze, Kristeva y Guattari comenzaban a figurar en primera plana por las razones equivocadas (esto es, como pensadores en la picota, acusados de extrapolaciones locas y de inexactitudes que cortan el aliento), y yo me encontraba en la sala de un museo leyendo, en laboriosas letras recortadas en vinilo, una avalancha de confusiones en negro sobre blanco, un tejido casi azaroso de “procesos rizomáticos” y “dispositivos lúdicos”, un monumento a la profundidad chapucera. Seguramente influido por el ambiente de parodia y desenmascaramiento que reinaba entonces, advertí que todo el aparato conceptual que rodea y apuntala al arte contemporáneo se prestaría para una gracejada intelectualoide, y desde entonces admito que no puedo entrar a la sala de una galería sin la sospecha un tanto paranoica de que el curador o el responsable de los textos —y no necesariamente (o no solamente) los artistas— nos quieren tomar el pelo.
¿Una parodia de este tipo saldría a la luz en el mundillo del arte? ¿Alguien se daría cuenta de que, como decimos en mi barrio, no se trata más que de puro-choro-mareador? Hay veces en que la vaguedad de los textos es tan envolvente y la charlatanería roza tal altura de audacia y desinhibición argumentativa, que mi primer impulso es reírme a mandíbula batiente. Pero como suele ocurrir que, frente a esos escritos esotéricos, todos mantienen un aire sesudo y circunspecto, y siguen su recorrido por la sala con el ceño fruncido de quienes están rumiando un inciso particularmente difícil del Tractatus de Wittgenstein, mejor opto por cruzarme de brazos.
La duda, sin embargo, no se disipa por completo: basta que el prólogo del catálogo en turno comience a parecerme demasiado rebuscado (un indicio: que la palabra “desterritorializar” figure más de un par de veces) para que la sospecha de una broma vuelva a roer las puntas de mis nervios. ¿Y si en medio de esta gravedad filosofante hay un artista socarrón, heredero de Alan Sokal y de Jonathan Swift, un provocador más que un artista, que por supuesto ha abjurado de los pinceles y las gubias, que ha hecho de la incoherencia su única paleta, y que tal vez ahora, con languidez inocultable, se pregunta cuándo comenzarán a leer sus escritos en el tono de sorna que originalmente les imprimió?

Elementos para un discurso elevado

En primer lugar, ha de experimentarse una genuina repulsión por el enunciado declarativo llano. Aquello de sujeto-verbo-predicado es una etapa tan superada como la pintura figurativa. En particular, han de extirparse del discurso las frases que puedan ser asimiladas sin problemas por un niño de ocho años (siempre es mejor ser tachado de barroco que de banal). Ello se consigue de muchas maneras, pero una muy efectiva es traducir palabras simples como “mesa” a una jerga de apariencia filosófica del tipo: “estructura sólida en el espacio-tiempo post-euclideano sustentable en uno o cuatro nodos”.
En segundo lugar, ha de preferirse la sugerencia a la argumentación, y la metáfora a cualquier forma de inferencia válida conocida. Sin embargo, sin ton ni son, pero con cuidado de que no parezcan muletillas, se recomienda incluir conectores lógicos y alguna que otra forma de implicación, todo con el fin de que las ideas más deshilachadas se conviertan en las premisas de un razonamiento sutilmente esbozado.
En tercer lugar, hay que hacer asociaciones descabelladas, que tiendan básicamente a demostrar nuestra erudición, aun cuando no podrían estar en juego de ninguna manera en la obra. Un pata de silla rota ha de conducir, a campo traviesa mental, a la reflexión de si el globo terráqueo es el pedestal inevitable de cualquier escultura, como ya había intuido Piero Manzoni (y antes los prearistotélicos, con la imagen de la tortuga como sustento del cosmos).
En cuarto lugar, debe evitarse a toda costa condescender a las explicaciones y mucho menos a elucidar conceptos. Es obligación del lector estar a la altura, familiarizado no sólo con las discusiones estéticas más recientes, sino también con los últimos gritos de la moda en sociología, filosofía, psicoanálisis, estudios postcoloniales y de género. Mientras más alusiones cifradas se acumulen, el subtexto será más rico y misterioso, predisponiendo al lector (o al visitante) a que, una vez traspasado el umbral del catálogo (o de la galería), ha llegado la hora de leer solamente entre líneas.
Un corolario del punto anterior es que las explicaciones, en caso de ser necesarias, han de hacerse a contrapelo, es decir, procurando explicar lo turbio con lo oscuro y no, como es habitual, con lo más claro. Si hubiera que introducir lo que es una cinta de Moebius, por ejemplo, en vez de describirla en términos de una tira de papel torcida y pegada en sus extremos (o presentando nociones básicas de topología), se acudirá a la teoría de la neurosis de Lacan, donde el recorrido continuo de la cinta se equipara con la estructura de la mente del enfermo.
En quinto lugar, ha de contarse con una lista abundante de términos eruditos y consagrados por la academia y luego meterlos a la licuadora. No tiene caso terminar un párrafo sin incluir alguna de las siguientes palabras, no importa si vienen a cuento o no: “otredad”, “pliegue”, “posminimalismo”, “descentramiento”, “especularidad” y otras por el estilo. También se pueden formar compuestos libremente con ellas: “álgebra del significante”, “interpelación semiótica”, “transterritorialidad de las emociones-tipo”, “experiencia material opaca”, “intervención sensualizada”, “síncope sincrónico”. Las palabras que corren el riesgo de estar en boca de cualquier vecino es preciso revitalizarlas con prefijos: “oral” tiene menos caché que “trans/oral”, y “lúdico” puede sonar demasiado manido a menos de que lo redimamos como “poslúdico”. Desde luego todo esto se inscribe en las filas del neopretencionismo.
Por último, deben citarse a pensadores cuyos nombres aparezcan más de una vez en los corrillos de las exposiciones (ojo: en conversaciones no peyorativas ni irónicas), de preferencia aquellos que muestren una sincera inclinación por la frase abigarrada. En caso de nunca haberlos leído, bastará hacerles atribuciones osadas.
Un buen modelo de página perfecta es esta que copio a continuación, redactada por la experta en arte y cultura poscolonial Jean Fisher, a propósito de la obra de Gabriel Orozco:

En el ordenamiento racionalizante del mundo, el plano divide y secciona el tiempo-espacio, colocando y organizando los sujetos y objetos que se encuentran en su interior en jerarquías. No es difícil vislumbrar que se trata de una maniobra cartográfica bajo la dirección de una mirada colonizante. La violencia de esta mirada fue capturada por Carl Andre cuando describió su escultura como una “cortada” en el espacio. Cuestión de semántica, quizá, pero aun así es indicativa de la ambivalencia de este plano en el minimalismo estadounidense y el grado en el que permaneció fijado —no importa cuán inconscientemente— al sujeto cartesiano, a pesar de que dicho minimalismo tuvo un fuerte sesgo hacia la democratización del objeto.

Charlatanería trascendental

¿Pero no será que mi mente es demasiado estrecha y la incomprensión tiene que ver más bien con mi cortedad y no con la pomposidad o la arrogancia de los autores? Escribir sobre arte no tiene por qué ser una empresa didáctica, y hasta cierto punto es inevitable que, dada su propia dinámica interna, tenga que echarse mano de un vocabulario especializado para dar cuenta de él, una jerga sólo apta para iniciados, que por lo mismo sonará pedante o abstrusa a quienes se hayan quedado al margen.
            Aunque desde luego no todo lo complejo responde a una voluntad de retorcimiento, mi sospecha es que la mayoría de los vicios sintácticos, las licencias terminológicas y la atmósfera infatuada de los escritos sobre arte responden a una intención demasiado humana: la de impresionar. El párrafo apenas citado de Jean Fisher quizá sea no sólo pertinente sino también iluminador para acercarse a la obra de Gabriel Orozco, pero le urge un baño de humildad (además de un curso básico de argumentación). No es que no tenga nada que enseñar a los lectores, pero parecería que su principal carburante es infundirnos la sensación de no merecerlo.
En un medio afecto al deslumbramiento y a la codificación espontánea, que ha rentabilizado el aura y encuentra resonancias y guiños hasta en la mancha accidental, el avasallamiento conceptual permite, entre otras cosas, la cotización a la alza de las obras que se comentan. Como nos hemos acostumbrado a que una pipa no sea una pipa, hasta la ocurrencia más chabacana puede poner en jaque la historia del pensamiento occidental, al menos tanto como un inocente globo de helio es capaz de subvertir nuestras nociones de peso, espacio, escultura, objeto cotidiano y ya ni se diga de campo gravitacional. Así, una calavera llena de incrustaciones de diamante no es solamente eso, una calavera llena de incrustaciones de diamante, y tampoco una pieza de joyería excesiva o un desplante de necrofilia fácil, mucho menos una bravuconada kitsch de millonario con exceso de tiempo libre, sino “una exploración de los temas fundamentales de la existencia humana”, una pieza “provocativa” que “hunde raíces en la tradición del memento mori” y de la que además “emana una luz celestial”, es decir, “un homenaje a los cráneos sacrificiales de los aztecas”. ¿Por qué se desata esta fiebre especulativa? Porque así suben sus bonos.
            Si detrás de estos textos esotéricos hubiera una intención esclarecedora, lo que sería de esperarse es que el camino entre la pieza y el espectador fuera más despejado, no que se cubriera de obstáculos; si comportara un afán interpretativo, los hilos tendidos desde la obra no tendrían por qué enredarse como suelen; si los moviera una motivación crítica, su contundencia estaría en proporción directa a su claridad; si fuera por dar salida a una vocación literaria, no se entendería que incurrieran desde el comienzo en la pesantez y lo arcano, y en fin, si los animara un impulso paródico, bueno, es porque ya se habría acumulado una gran masa cantinflesca que parodiar.
            En el mundo paralelo del arte, la mercadotecnia no se estila con jingles pegajosos ni con eslóganes de una sola línea, sino con ejercicios complicadísimos de vaciedad. Lo que bien podría caracterizarse como batiburrillo estético —o charlatanería trascendental— inspira un respeto boquiabierto, un mareo apantallador, que desde luego se cotiza muy bien en las subastas.
Pero lo que impresiona a fuerza de oscuridad, la reputación basada en la autoridad divagante, en el fondo representa las tendencias más conservadoras de la actividad artística. Como nadie entiende gran cosa, como las figuras que se forman en la cortina de humo son hipnóticas a su manera, los artistas y teóricos están encantados de que todo siga así, de ser posible de manera indefinida, felices de que la espuma de la champaña suba, las cifras en los cheques se multipliquen, todo muy profundo y sugerente, todo lleno de connotaciones exquisitas, todo como un tour de force descomunal y glamoroso, cargado de segundos tonos, de destellos inteligentes, de sobreentendidos, y claro, sin que nada tenga la menor incidencia en el mundo.

           
 Publicado originalmente en Galleta china.