domingo, 26 de febrero de 2012

No Borges, sino el otro Borges

Para neutralizar las provocaciones de Borges alrededor del tema del plagio y la originalidad, no faltan quienes, como Aurelio Asiain en su blog, se esfuerzan por desviar la atención diciendo que, como bromas y parodias, sólo suceden en sus ficciones. Sin importar que Kevin Perromat defienda la idea de que la noción de plagio deba desterrarse de la literatura (idea contraria al propio Asiain y también a Sheridan y a Zaid), y sin importar que el investigador español haya sido uno de los primeros en cuestionar, en el contexto de la acusación de plagio contra Alatriste, la posibilidad de que puedan hacerse acusaciones "neutras" de este tipo (en general responden a diferencias estéticas o políticas), Asiain lo cita en extenso para apuntalar su posición:

"No es infrecuente -dice Asiain- que, a propósito del plagio, se citen frases de “Pierre Menard, autor del Quijote” y otras ficciones de Borges sin reparar en que el narrador que las escribe no es el autor del relato sino una figura también ficticia y a veces paródica. Tampoco lo es que se le atribuyan frases que nunca escribió, o que se tomen al pie de la letra opiniones ambiguas, irónicas o francamente bromistas. Vale la pena tener en cuenta lo que dice Kevin Perromat–Augustin en El plagio en las literaturas hispánicas: Historia, Teoría y Práctica, p. 685":

En el imaginario literario posmoderno, hay una figura de autor que destaca por aparecer regularmente en los textos críticos y por la influencia reconocida por los propios autores. En efecto, Jorge Luis Borges ha proporcionado las ficciones emblemáticas de la Posmodernidad: Aleph, Pierre Menard, “La muerte y la brújula”, etc. Los lugares comunes borgeanos presentan los efectos de toda estandarización esperable en la construcción de los topica, ‘bases’ argumentativas y figurativas del discurso. Estos procesos apuntan tanto a una estabilización formal, como interpretativa de los enigmas borgeanos, incluso al precio de la simplificación grosera, cuando no de la tergiversación. La divulgación exige claridad y concesión, con las dosis inevitables de silenciamiento y contradicción, que, en este caso, explican que se haya llegado a adjudicar a Borges posiciones apologéticas extremas del tipo: “Toda la literatura es plagio”. En este tipo de afirmaciones subyace una concepción a lo Bajtìn de “la Lengua —es decir las obras literarias— como un sistema de citas” que si bien no es enteramente falsa, requiere, como mínimo, algunas matizaciones.

La realidad de las palabras de Borges es siempre más comedida e irónica que la necesidad que sienten sus glosadores de evidenciar la paradójica radicalidad de sus propuestas fabulosas. Tomarlas al pie de la letra es tanto como creer en la existencia física del negro homónimo (que resumo, aunque podría citar literalmente, de manera un poco libre como: “el que escribe es el Otro”), revelado por el propio autor en el textículo “Borges y yor”, incluido en El Hacedor. La aporía “toda la Literatura es plagio” procede —si obviamos las fuentes orales (Borges era un gran conversador y conferenciante)— con toda probabilidad del relato Tlön, Uqbar Orbis Tertius, donde se presenta la posibilidad de una distopía idealista, un mundo monstruoso, Tlön, donde la unidad de las ideas sobrepasa los accidentes materiales, con serias consecuencias para los libros y los escritores:
En los hábitos literarios también es todopoderosa la idea de un sujeto único. Es raro que los libros estén firmados. No existe el concepto del plagio: se ha establecido que todas las obras son obra de un solo autor, que es intemporal y es anónimo. La crítica suele inventar autores: elige dos obras disímiles —el Tao Te King y las 1001 Noches, digamos—, las atribuye a un mismo escritor y luego determina con probidad la psicología de ese interesante homme de lettres…
Habría que comenzar por decir que las frases de los cuentos de Borges no las dice Borges, sino el otro Borges.

Nadie pensaría que lo que opina Mr. Hyde sea el parecer de Stevenson, pero lo importante aquí es que, en muchos de sus cuentos, Borges quiso poner en juego algunas de sus ideas y preocupaciones acerca de la copia y la originalidad. Antes de escribir “Pierre Menard” ya había confesado su aspiración de “ser” Cervantes y de “ser” Macedonio Fernández (a Borges lo acusaban de “coleccionar” en sus escritos párrafos enteros de Macedonio), como después Perec haría pública su intención de “ser” Flaubert.

El hecho de que haya llevado los recursos de la falsificación y el plagio a sus ficciones habla no sólo de su interés recurrente en esos temas, sino también de que allí, precisamente en la ficción, podía llevarlas hasta el extremo, como en el caso de “Pierre Menard”, donde presenta exactamente el mismo párrafo de Cervantes con un “en cambio” en el que cabe toda la discusión sobre la originalidad y el plagio (y donde de paso se le da la vuelta a la paradoja de Sorites que esgrimen los lógicos).

Frases como “no existe el concepto de plagio” (Tlön) o “no existe el plagio, toda la literatura es un entramado de citas" (que, por cierto, en la tesis doctoral que Asiain refiere, el propio Kevin Perromat cita como una atribución hecha a Borges) son provocaciones, son aporías, que no por ser parte de un cuento o de una conversación dejan de tener su dinamita. Sí, hay que hacer matizaciones a la hora de traerlas a colación, pero querer neutralizarlas por ello, y en particular en un autor como Borges, que hizo de la crítica literaria una forma del cuento, es francamente una lectura muy limitada.

Graciela Speranza, en su espléndido libro Fuera de campo, ha discutido a profundidad estos temas, conectando las preocupaciones de la copia y el plagio de Borges con las de Macedonio y con las de Duchamp (por cierto, una de su brújulas centrales para esclarecer esa relación fue Octavio Paz, gracias a su libro sobre Duchamp). Allí Speranza dice, por ejemplo, que la típica tensión entre repetición y diferencia con la que todo autor ha de lidiar (la “angustia de las influencias” bloomiana), Borges la resuelve de un modo ingenioso: “convirtiéndolas en el tema y la forma de sus relatos”.

Speranza muestra que, gracias a Duchamp, “se vuelve visible la trama indiscernible de escritores y precursores, falsificadores y plagiarios, originales y copias que reúnen a Borges y a Macedonio y eclosionan en “Pierre Menard”." Hace ver que el mayor legado de Macedonio en Borges es la idea de que la originalidad es una falsa utopía, la actitud de sospecha y reserva frente a las nociones de la autoridad y autoría (resueltas en juego literario) y, en suma, la convicción que el verdadero escritor siempre es el otro.

Por su parte, Macedonio postula a Borges como una versión más lograda de sí mismo, y acepta que él, Macedonio, es una especie de Borges espurio. Las distinciones convencionales entre lo ajeno y lo propio en la literatura se desvanecen.

El propio Borges, que decía que imitaba a Macedonio “hasta el apasionado y devoto plagio”, tomaría de él la idea de los precursores (“Kafka y sus precursores”), a partir de frases de Macedonio como la siguiente : “Necesidad de una teoría que establezca cómo no es el segundo inventor sino el primero quien comete el plagio.”

Otras ideas de Macedonio que están en la base de la literatura de Borges según Speranza:

“Es tan escasa la originalidad que hoy no queda otra que la de primer copista de autor nuevo; “primera copia” es un género sancionado de la originalidad.”

“El imitador o plagiario es un inocente abstemio de las comillas transcriptivas”.

“Podría no sólo legitimarse esta conducta [el plagio] sino realizar una gran escuela, o mejor una revolución en el arte.”

Un Borges espurio

(Sería un bello título: “La gran escuela del plagio”).

El procedimiento empleado por esta pareja revolucionaria de escritores podría describirse así: Macedonio escribía intuiciones desestabilizadoras y aporías sobre la identidad personal y la noción de originalidad y copia; Borges las realizaba en sus ficciones, convirtiéndolas, como era de esperarse, en literatura.

jueves, 23 de febrero de 2012

El plagio como una de las bellas artes

Una vez que ha disminuido el ruido del affaire Alatriste y la aún más triste discusión (o la falta de discusión, en realidad) desatada por Guillermo Sheridan y Gabriel Zaid alrededor del tema del plagio, quizá no sea mala idea recordar, puesto que el premio que despertó todo el alboroto lleva su nombre, que el propio Xavier Villaurrutia fue, en su momento, acusado de plagio. Como todos los lectores del grupo de los Contemporáneos saben de sobra, en muchos poemas de Villaurrutia se percibe la huella de otros poetas por él admirados, hasta el punto de que no sólo la atmósfera o el ritmo dejan un regusto a déjà vu, sino que la elección cuidadosa de las palabras -cualidad principal de los poetas- está estrechamente relacionada con determinadas piezas literarias de otros autores. El ejemplo más célebre y discutido es el de "Nocturno de la estatua", en el que Villaurrutia parte de un poema de Supervielle, "Saisir", en particular de los primeros versos, para luego tomar su propio curso y rematar de modo personalísimo:

Soñar, soñar la noche, la calle, la escalera
y el grito de la estatua desdoblando la esquina.

Saisir, saisir le soir, la pomme et la statue,
saisir l'ombre et le mur et le bout de la rue.

En 1977, Octavio Paz escribió a propósito de esta semejanza: "Las indudables afinidades entre la poesía moderna francesa y algunos poemas de esta época de Villaurrutia dieron origen a la acusación de plagio. Recuerdo que hace unos veinticinco años todavía era frecuente oír a los críticos de café -brillante el ojo vengativo y la voz convulsa por el resentimiento- recitar un poema de Supervielle para condenar al desdichado Villaurrutia."

Más adelante, aunque Paz reconoce que el parecido entre ambos poemas es "innegable", desestima la acusación de plagio haciendo un elenco de diferencias y oposiciones, y subraya al final la originalidad del poema de Villaurrutia. Lo que es interesante del texto de Paz -además de la vívida descripción de los acusadores- es que tras reconocer que Villaurrutia "hace suyo" el imaginario y el lenguaje de Supervielle, no por ello el poema deja de ser uno de los más logrados y personales. La apropiación y la originalidad pueden convivir; el "plagio" y la elaboración artística son a veces indiscernibles en la escritura.

Pero que nadie se engañe: esto no es una defensa de Sealtiel Alatriste; la repartición de premios entre amigos o compadres, sean de la misma institución o no, en un impúdico intercambio de dádivas, es sin duda indignante, e hicieron bien quienes apuntaron el dedo hacia una práctica -bastante extendida en México- que no debemos tolerar por más tiempo. Pero a la vez que celebramos esa parte de la denuncia, nos desconciertan los términos bienpensantes, policiacos y sobre todo simplistas que se han esgrimido -particularmente los de Jesús Silva-Herzog Márquez, publicados en su blog- con respecto a la acusación de plagio. Es verdad que Alatriste, haciendo gala de su apellido, ha desaprovechado la ocasión de hacer una defensa sustanciosa o al menos cínica de su modus operandi, y ha optado por renunciar y alejarse de la discusión como un ave abatida que arrastra sus alas por el suelo; pero que su idea, en realidad pronunciada muy débilmente, de "las citas elevadas al cuadrado" haya sido más bien lastimosa y un tanto desesperada, no significa que quienes introdujeron el concepto de plagio y lo envolvieron de moralina, alarma y mala leche, tengan toda la razón. Alatriste bien pudo acudir, si se hubiera esforzado un poco por aclarar lo que ahora él también considera "faltas del pasado", a un arsenal de párrafos prestados en los que puede advertirse que, descrito en los términos en que se ha hecho en los últimos días, el plagio es de lo más común en el arte. Como es inútil hacer una defensa de lo indefendible, lo que nos mueve aquí es el deseo, ya a estas alturas bastante lánguido, de que se eleve un poco el nivel de la discusión.

Para hablar del plagio como estrategia estética deberíamos releer, por ejemplo, algunos de los argumentos de Jonathan Lethem en Contra la originalidad, un ensayo brillante sobre los proceso de apropiación y pillaje en la literatura y el arte (con ejemplos que van de Lolita de Nabokov a las canciones de Bob Dylan) que abriría una zona mucho más compleja e interesante al alegato (y nos situaría más allá del linchamiento). Lethem se refiere en general a la cultura como un espacio de tráfico permanente de influencias, préstamos, plagios sutiles, otros descarados, y además lo hace de manera íntegra con la técnica del copy-paste hoy tan vilipendiada: en su librito calca, no uno o dos párrafos ajenos, sino ¡todos! Un alarde de técnica y quién sabe si de genio para componer un texto asombrosamente unitario y persuasivo sin poner nada de su cosecha más allá de las tijeras y el pegamento. Después de leerlo es imposible no preguntarse, como lo hizo el fundador de UbuWeb, Kenneth Goldsmith, por qué sólo los literatos (a diferencia de los músicos, los artistas, los programadores) se siguen escandalizando a estas alturas por el plagio.

Pero también podríamos desempolvar a Montaigne, en concreto su ensayo "De los libros", donde con lujo de desparpajo e ironía no sólo reconoce que continuamente toma prestadas frases e ideas de otros libros, sino que con toda intención omite revelar las fuentes y enmascara adrede su práctica:

"De las razones e ideas que trasplanto a mi solar y que confundo con las mías, a veces he omitido a sabiendas el autor, para embridar la temeridad de esas sentencias apresuradas que se lanzan sobre toda suerte de escritos, especialmente sobre los jóvenes escritos de autores aún vivos y en lengua vulgar, que permite hablar de ellos a todo el mundo y parece considerar también vulgar su concepción e intención. Quiero que den en las narices a Plutarco dándome en las mías y que escarmienten injuriando a Séneca en mí. He de ocultar mi debilidad tras esas celebridades."

Aunque es difícil que uno logre el efecto buscado por Montaigne copiando directamente de buenastareas.com o citando sin decirlo a Taringa! -¡por dios, qué bajo hemos caído!- en vez de a Plutarco o a Séneca, la astucia de Montaigne no parece tener mucho que ver con toda esa artillería de descalificaciones que lanzaron las buenas conciencias literarias sobre los plagios de Sealtiel Alatriste: "engaño", "fraude cometido por un servidor público", "abuso gravísimo", "inmoralidad", palabras gracias a las cuales imperceptiblemente nos deslizamos fuera del orbe literario para ingresar en los pasillos de la moral o del Ministerio Público. Se podrá insistir, con algo de perfidia, en que Alatriste no puede compararse con Montaigne, ni en sus textos ni en sus "robos", pero entonces el problema ya se ha desplazado nuevamente: más que el pecado de citar sin comillas, se trataría de una disputa estética: la sensación de que poco vale ese collage de frases prestadas si el resultado es mediocre, tibio o francamente deplorable. O lo que es lo mismo: que Alatriste no se merecía el Premio Villaurrutia porque su obra, que abunda en préstamos, apropiaciones y citas al cuadrado, no está a la altura.


Pero sigamos con los ejemplos. Blaise Cendrars escribió un poema extenso, "Kodak" (que acaba de aparecer en la magnífica antología de Goldsmith, Against Expression), copiando palabra por palabra el libro de su amigo Le Rouge, El misterioso Doctor Cornelius (hay que aclarar que su amigo se sintió halagado y al mismo tiempo aturdido, pero no lo llevó a la comisaría). Por su parte, Salvador Novo, como el propio Sheridan ha hecho notar, sacó o más bien saqueó de la enciclopedia párrafos enteros para sus ensayos (Sheridan congruentemente dice que se fusiló el trasfondo erudito de algunos de ellos), mientras que Arreola confesó varias veces que no podía evitar la tentación de tomar algunas frases prestadas de los autores que admiraba. Georges Perec, en 1965, al recibir el premio Renaudot, para escándalo de media Francia declaró (aunque no le quitaron ni renunció al premio, porque su novela era magnífica y se defendía sola) que Las cosas había sido producto de un ejercicio de copista: párrafos y párrafos extraídos directamente de La educación sentimental, un "plagio" que respondía a su deseo incontenible de escribir como Flaubert o, mejor aún, "de ser Flaubert". Luego sistematizó la estrategia y la convirtió en una maquinaria textual que desembocó en La vida instrucciones de uso, el último verdadero acontecimiento en la historia de la novela, según Italo Calvino. Cuando se dieron a conocer los materiales, la pasmosa serie de listas que Perec acumuló durante años para escribir su novela, salió también a la luz una lista nutrida de párrafos de diversos autores -entre ellos Kafka y Borges-, que hábilmente había insertado aquí y allá en el curso de la narración. Y hay que decir que hasta ese día, como todavía no se inventaba el Internet ni los motores de búsqueda, todos esos "plagios" habían pasado casi por completo inadvertidos.

El caso de Perec es especialmente revelador, puesto que en repetidas ocasiones declaró ser un escritor que "carecía de imaginación", lo que no le impidió convertirse en uno de los escritores más renovadores y sí, originales del siglo XX, haciendo de esa falta de imaginación el principal acicate de su método potencial de escritura. Con al afán de convencernos de las faltas cometidas por Alatriste y al mismo tiempo introducir cierto tono de conmiseración, Zaid escribe: "[El plagio] es una confesión de impotencia. No hay mayor desgracia que el desdén de las musas." La frase es demoledora y rebosa de una rabia sutil que podríamos bautizar como "bien temperada", pero ¿de qué manera pasar por alto que hubo un escritor llamado Georges Perec, de quien este año se conmemora el treinta aniversario de su muerte, que a través de la cita encubierta, del párrafo injertado, supo convertir ese "desdén de las musas" en algo muy contrario a la desgracia, llevándolo a la altura de una suerte de principio compositivo? Sheridan, que alguna vez tradujo a Perec, y que por lo mismo no puede fingir demencia sobre el asunto, al comentar el amago de defensa más bien guango de Alatriste durante la presentación de sus libros premiados, escribe: "Por lo que a mí toca no es una poética: tomar material escrito por otra persona y ponerle el propio nombre se llama plagio. Ponerle a esa conducta el nombre sagrado de la poiesis ni siquiera es chistoso." Chistoso o no, hay una larga lista de autores que han utilizado el recurso de la frase ajena como parte de su proceso de escritura, ya sea, como Montaigne, para tender una emboscada al lector, ya sea, como Perec, para paliar una imaginación haragana que no se resigna a cruzarse de brazos.

En fin, nos parece que detrás de las acusaciones contra Alatriste que circularon en Internet, ha prevalecido una especie de santurronería, de maniqueísmo (de puros contra impuros), el juicio sumario de los fiscales de las letras que, para expresar su descontento sobre la adjudicación de un premio, se escuda en posiciones conservadoras y evita la auténtica discusión de fondo, o en todo caso la que a nosotros nos interesa: desde Lautréamont (quien escribió: "El plagio es necesario. El progreso lo implica. Retoma la frase de un autor, se vale de sus expresiones, cancela una idea falsa y la sustituye por la idea correcta") hasta Tzara, Debord, Cage, Burroughs, Goldsmith y tantos otros, el plagio ha sido una estrategia trasgresora, una forma de poner de cabeza la figura jerárquica del autor y el mito de la originalidad. El problema es que en México (¿recuerdan la discusión alrededor del Premio Aguascalientes y los poemas también presuntamente "plagiados" de Javier Sicilia?) esa estrategia se usa con frecuencia para crear obras al vapor, de una mediocridad iridiscente y, sobre todo, convencionalísimas. O para hincharse de dinero. Es decir, para perpetuar el statu quo. La explicación que esgrime Alatriste en su renuncia es tan pobre, tan vacía de ideas, tan ignorante de los procesos creativos de los siglos pasados y del presente (no hay en ella ni siquiera media boutade), que francamente merece retirarse un tiempo a leer libros y dejar en paz a la Wikipedia. Con plagiarios tan faltos de espíritu y sin nervio para el combate, Lautréamont ha de estarse revolcando en su tumba. En otras palabras, los que deberían indignarse y exigir un llamado a cuentas son los plagiarios de verdad, los iconoclastas, los escritores que no hicieron concesiones frente a la sociedad bienpensante de su época y socavaron la figura intocable del autor y otras instituciones literarias; escritores y artistas que buscaron en el plagio, la copia, el détournement y el nonsense, en la insumisión de las palabras, la imposibilidad de que el poder recuperara totalmente los sentidos creados. Muy poco o nada de esto cabe esperar de la obra "plagiaria" de Alatriste que, como es obvio, forma parte del poder cultural y sus múltiples triquiñuelas.

Pero quizá haya espacio para un último ejemplo, la cadena de préstamos textuales que va de Lanzi a Stendhal y de éste a Baudelaire, y que Roberto Calasso comenta en uno de sus libros más recientes, La Folie Baudelaire. La cita es un tanto larga, pero nos parece que vale la pena reproducirla ya que esclarece algunos de los enredos en los que desde hace unas semanas nos hemos empantanado dando vueltas alrededor de la idea de plagio:

"Stendhal había saqueado a Lanzi para ahorrarse ciertas fatigosas tareas (descripciones, datos, detalles) en la redacción del libro. Baudelaire en cambio se apropió de dos pasajes del libro de Stendhal por devoción, según la regla por la cual el verdadero escritor no toma en préstamo sino que roba. [...] Toda la historia de la literatura -la historia secreta que nadie estará nunca en condiciones de escribir sino parcialmente, porque los escritores son demasiado hábiles para esconderse- puede ser vista como una sinuosa guirnalda de plagios. Entendiendo no aquellos funcionales, debidos a la prisa o la pereza, como los obrados por Stendhal sobre Lanzi; sino los otros, fundados en la admiración y en un proceso de asimilación fisiológica que es uno de los misterios mejor protegidos de la literatura. Los dos pasajes que Baudelaire sustrae a Stendhal están perfectamente entonados con su prosa e intervienen en un momento crucial de la argumentación. Escribir es aquello que, como el eros, hace oscilar y vuelve porosos los límites del yo. Todo estilo se forma por sucesivas campañas -con pelotones de incursores o con ejércitos enteros- en territorio ajeno. Quien quisiera dar un ejemplo del timbre inconfundible del Baudelaire crítico podría incluso escoger algunas de sus líneas que originalmente pertenecieron a Stendhal."

Está de más preguntarse si los plagios de Alatriste son "funcionales" en el sentido que indica Calasso o se deben, por el contrario, a la asimilación fisiológica (nos cuesta trabajo imaginar qué tipo de eros, qué oscilación de los límites del yo podría estar de por medio cuando uno se funde con textos de la Red Escolar Ilce), pero a raíz de la acusación de plagio que se echara a andar en Letras Libres, para luego ser replicada con tintes de mojigatería y escándalo por muchísimos más, ahora pareciera que esa "regla" de la literatura, que esa "sinuosa guirnalda" de la que habla Calasso, ofende a la moral, es deshonesta y condenable. El plagio, el verdadero plagio, es otra cosa, que involucra la suplantación del nombre y el apoderamiento de una obra para, a través de la copia sin elaboración, de la copia no creativa, hacerla pasar como propia. Por el contrario, para denostar una treta tan añeja del arte en la que interviene la asimilación y a veces el olvido, se usan los mismos términos que los detractores de Baudelaire, Duchamp y Breton esgrimieron en su momento: los términos del llamado a la decencia, al orden y la justicia. La honestidad es un valor importante, pero no está claro que sea la última palabra allí donde prevalece el artificio, la tergiversación, la impostura, el juego, la provocación. En literatura, no es necesario recordarlo, nada hay más catastrófico que seguir las buenas maneras.

¿A dónde conduce esta confusión de términos, esta forma de condenar una práctica cultural ampliamente extendida, no sólo en las letras, sino en otras artes, por ejemplo en la música? Nada menos que a esto: a que se hagan airadas peticiones públicas en las que se percibe el tufo inconfundible del linchamiento cibernético. Como esta carta firmada que circuló para exigir la renuncia finalmente conseguida de Alatriste:

"No se puede premiar el plagio. Quien plagia no es escritor, sino un ladrón de ideas y palabras. Cuando se utilizan fuentes ajenas, debe mediar un reconocimiento expreso como una cita o mención a la fuente."

¡Qué frase tan corta de alcances y a la vez tan absurda! Sólo la urgencia de oprimir el botón para propagarla masivamente explica que haya recabado tantas firmas en pocos días. Nos preguntamos, por ejemplo, ¿qué sucederá con la música, siempre tan proclive a utilizar, reelaborar y mezclar frases enteras, en el mismo o distinto tempo, apenas sin variación, provenientes de otras composiciones? ¿Será a partir de ahora necesario que se escuche el tintineo de una campanita que dé aviso de que lo sigue corresponde a "fuentes ajenas"? Pero para no abandonar el terreno de la literatura, según esta caracterización pacata y reduccionista tendríamos que decir que Montaigne y Baudelaire, Stendhal y Perec, Lautréamont y Debord, Novo y Villaurrutia, Burroughs y un largo etcétera, no son escritores, sino ladrones de ideas. En ese caso decimos: ¡que vivan los ladrones!

* Para los cazadores de plagios: la expresión "mediocridad iridiscente" (iridescent mediocrity) la tomamos de la primera página de La tumba sin sosiego de Cyril Connolly. Las restantes citas veladas las dejamos como acertijo.

Escrito a cuatro manos por Vivian Abenshushan y Luigi Amara

Publicado originalmente en El Universal

miércoles, 22 de febrero de 2012

El arte de citar en Montaigne y a Montaigne


En una discusión reciente sobre el tema del plagio se me ocurrió desempolvar y traer a cuento la figura de Montaigne y su forma de citar y enmascarar los muchos préstamos que hay en los Ensayos. La idea era mostrar que un autor que está en el origen de la modernidad, no sólo hace suyas y se apropia de frases ajenas para su conveniencia, sino que además se preocupa por ocultarlas y no revelarlas. Ante la idea de Aurelio Asiain de que habría que distinguir entre plagio y apropiación ("el plagio —dice— es una usurpación consciente que supone la ignorancia del lector, la apropiación no esconde la mano") escribí en su blog que esa distinción no necesariamente se sostiene, pues “hay quienes hacen apropiaciones y al mismo tiempo esconden la mano, como Montaigne; baste recordar ‘De los libros’:

“De las razones e ideas que trasplanto a mi solar y que confundo con las mías, a veces he omitido a sabiendas el autor, para embridar la temeridad de esas sentencias apresuradas que se lanzan sobre toda suerte de escritos, especialmente sobre los jóvenes escritos de autores aún vivos y en lengua vulgar, que permite hablar de ellos a todo el mundo y parece considerar también vulgar su concepción e intención. Quiero que den en las narices a Plutarco dándome en las mías y que escarmienten injuriando a Séneca en mí. He de ocultar mi debilidad tras esas celebridades.”

Después comento:

“Montaigne, en sus Ensayos, encubre y difumina la cita, pero precisamente no parte de la idea de que Séneca y Plutarco serán reconocidos al primer golpe de vista, como en el caso de las apropiaciones de Gironella y muchos más, que cuentan con que el juego se sobreentienda de inmediato. En este sentido, Montaigne sería un plagiario, aunque nadie en su sano juicio lo condenaría.”

Asiain, en un texto intitulado “Tramposamente”, en el que me achaca toda clase de triquiñuelas y marrullerías argumentativas, escribe: “para afirmar que Montaigne ‘encubre y difumina la cita, pero precisamente no parte de la idea de que Séneca y Plutarco serán reconocidos al primer golpe de vista’, Luigi cita un pasaje célebre… escatimando las palabras inconvenientes, que restituyo en negritas”:

“Yo no cuento los préstamos de los que me sirvo, mas los peso. (…) Y son todos, o casi, tan antiguos y de nombre tan conocido que me parece que se identifican bastante bien sin mi ayuda. Entre las razones y las invenciones que he trasplantado a mi terreno y que confundo con las mías, he omitido expresamente el nombre de sus autores, para mantener a raya la temeridad de las críticas apresuradas que se arrojan contra toda suerte de escritos, especialmente si son textos jóvenes y de hombres todavía vivos (…) Quiero que le aticen a Plutarco en mis narices y que se cansen de injuriar a Séneca en mi persona. Debo ocultar mis debilidades bajó el crédito de nombres tan respetables."

"Montaigne —prosigue Asiain— no hace una apología del plagio: justifica sus paráfrasis arguyendo que omite expresamente la atribución para prescindir del argumento de autoridad —no para borrar la autoría.”

Mi respuesta, percibiendo que Asiain sólo veía la paja de la trampa en el ojo ajeno, fue la siguiente:

“Más allá de que hay varias versiones de ese párrafo, cité ese fragmento no para ocultar ni tergiversar nada, sino para enfatizar uno de los lados del proceder de Montaigne. Es verdad que, como haces notar, por un lado Montaigne quiere evitar escudarse en la autoridad de los autores antiguos, pero también, por otro lado, quiere que critiquen a Séneca creyendo que lo critican a él. Esto último sólo se conseguiría partiendo de que las citas no pueden reconocerse de inmediato ni son para todos sus lectores transparentes. Aquí, no sin astucia, citas un poco más en extenso el texto de Montaigne para llamarme tramposo y hacer creer que esa segunda intención de enmascaramiento (y de emboscada tendida a los pedantes) no la tenía.”

Me parece, entonces, que no está de más copiar íntegras las dos versiones centrales de ese párrafo —hay más, con ligeras variantes; recuérdese que Montaigne corregía y corregía su libro— para mostrar que, en efecto, con la treta de citar un poco más y acusarme de eliminar lo inconveniente, Asiain hace la trampa de hacernos creer que Montaigne no practicaba precisamente lo que se opone directamente y no encaja con su discurso.

En la edición de Burdeos el párrafo reza así (cito ahora la espléndida traducción J. Bayod Brau, de El Acantilado):

“Así pues, no garantizo ninguna certeza, salvo dar a conocer hasta dónde llega en este momento lo que conozco. Que no se preste atención a las materias, sino a la forma que les doy y a la creencia que tengo al respecto. Lo que arrebato a otros, no lo arrebato para hacerlo mío; aquí no pretendo sino razonar y juzgar. Lo restante no incumbe a mi papel. No pido nada salvo que se vea si he sabido elegir lo que cuadraba exactamente con mi asunto. Y el hecho de que a veces esconda expresamente el nombre del autor, en aquello que tomo prestado, se debe a que pretendo poner freno a la ligereza de quienes se dedican a juzgar de todo lo que se presenta, y, por no tener una nariz capaz de probar las cosas por sí mismas, se detienen en el nombre del artífice y en su reputación. Quiero que escarmienten condenando a Cicerón o a Aristóteles en mí.”

En la versión de 1595, Montaigne sustituye algunas líneas y añade lo siguiente:

“Que se vea, en lo que tomo prestado, si he sabido elegir con qué dar valor o auxiliar propiamente a la invención, que procede siempre de mí. En efecto, hago decir a los demás, no como guías sino como séquito, lo que yo no puedo decir con tanta perfección, ya sea porque mi lenguaje es débil, ya sea porque lo es mi juicio. No cuento mis préstamos; los peso. Y, si hubiese querido valorarlos por su número, me habría cargado con dos veces más. Todos ellos, o casi, son de nombres tan famosos y antiguos que me parece que se nombran suficientemente sin mí. Si trasplanto alguna razón, comparación y argumento a mi solar y los confundo con los míos, oculto expresamente al autor, para poner coto a la ligereza de esas opiniones altivas que se abalanzan sobre toda clase de escritos recientes de hombres aún vivos y en lengua vulgar —ésta admite que cualquiera hable de ellos, y parece demostrar que también la concepción y el designio son vulgares—. Quiero que le den un golpe a Plutarco en mi nariz, y que escarmienten injuriando a Séneca en mí. Tengo que embozar mi debilidad bajo estas grandes autoridades. Me gustaría que alguien supiera desplumarme, quiero decir por claridad de juicio y por la simple distinción de la fuerza y la belleza de las palabras. Pues yo que, por falta de memoria, me quedo siempre corto distinguiéndolas, por conocimiento de origen, sé muy bien percibir, al medir mi capacidad, que mi terruño de ninguna manera es capaz de ciertas flores demasiado ricas que encuentro sembradas en él y que todos los frutos de mi cosecha no podrían igualar.”

Pero ese párrafo un tanto denso y enredado no es, desde luego el único lugar en donde Montaigne expresa su práctica de ocultar las frases que toma prestadas. En el ensayo “La fisonomía” vuelve a la idea y la suscribe con toda claridad (marco en negritas lo que me parece crucial, sin fragmentar el párrafo para que luego no se me acuse de mañoso):

“Un presidente se jactaba, en presencia mía, de haber acumulado doscientas y pico citas ajenas en un decreto presidencial. Al proclamarlo, destruía la gloria que le rendían por él. Yo oculto mis robos y los disfrazo. Y si declaro alguno es para ocultar el doble... Y a veces los mezclo y oculto en mi camino con tanta propiedad que se requiere buena vista, y haberlos manejado a menudo, para distinguirlos.

Está aquí todo: el robo y el disfraz, la apropiación y la imposibilidad de reconocerlos a primera vista. En la variante de 1588 agrega, a propósito de la jactancia citadora del presidente referido:

“Una pusilánime y absurda jactancia, a mi entender, en tal asunto y en tal persona. Yo hago lo contrario y, entre tantos préstamos, me agrada mucho poder ocultar alguno, disfrazándolo y deformándolo para darle un nuevo servicio. A riesgo de dejar decir que lo hago por no haber entendido su uso original, le confiero cierta orientación particular, para que así no resulte completamente ajeno. Como hacen quienes roban caballos les pinto la crin y la cola, y a veces los dejo tuertos; si el primer amo se servía de ellos como bestias de ambladura, yo los pongo al trote, y les pongo con un basto, si servían con silla.”

No es difícil encontrar pasajes parecidos en los tres volúmenes de los Ensayos, pues era una práctica común en Montaigne, una suerte de “principio compositivo”. Tampoco es díficil hoy, con la ayuda de cualquier edición crítica, ubicar la mayoría de sus plagios, de sus robos disfrazados y de sus préstamos torcidos, pues los eruditos los han rastreado y sacado a la luz. Y aunque Montaigne confiesa y revela de tanto en tanto su proceder, a lo largo de su libro se dedica a hacer alegremente eso que para muchos es un fraude muy muy grave: citar sin dar el reconocimiento y además hacer todo lo posible por ocultarlo.

martes, 21 de febrero de 2012

Una sinuosa guirnalda de plagios

Después de discutir y de necear otro tanto con Aurelio Asiain a propósito de las acusaciones de plagio a Alatriste (discusiones y necedades que pueden leerse aquí), saco en claro las siguientes consideraciones, que podrían presentarse pomposamente como "Una defensa del plagio", de no ser porque una defensa así, en los tiempos que corren, ya se antoja (pero al parecer no tanto) demasiado gagá:

El punto importante, desde mi punto de vista, es que el plagio, entendido como la utilización de materiales sin cita de por medio, o como esa licencia o liberalidad para expandir los límites del yo en lo que autoría se refiere, está en todos lados, quizá cada vez más que nunca, y que su cualidad fraudulenta depende más que nada de que alguien levante la ceja (o el índice) para decir que eso es ilegítimo. En el ejemplo del "Nocturno de la estatua" de Villaurrutia había un grupo de acusadores que decían que sus paráfrasis eran fraudulentas y las llamaban plagio; Paz dice que no le parece que lo sean y da sus razones. En un sentido podríamos decir que sí eran plagio, pero que estéticamente ese plagio no representa el menor problema; en otro sentido podríamos decir que no eran plagio, sino paráfrasis, con lo que llegamos prácticamente a lo mismo, sólo que evitando llamar a las cosas por su nombre (contraviendo el ejemplo de Alatorre cuando analiza los plagios de Quevedo).

Pero en otro lado citaba la cadena de plagios que estudia Calasso (que va de Stendhal a Baudelaire y comienza con Lanzi), y que en última instancia apunta a una idea de la literatura como “una sinuosa guirnalda de plagios” o más bien, a estas alturas, como una proliferante montaña. Así, más que preguntarse si hubo o no plagio, habría que preguntarse si rindió sus dividendos artísticos, si llevó a enriquecer la perspectiva o a “corregir” –en el sentido de Lautréamont– una idea prestada, si hubo la debida “asimilación fisiológica” para pasar, no tanto inadvertida, sino para integrarse a la respiración del autor, etcétera. El dedo flamígero que encuentra fraudes y estrategias ilegítimas me parece que está de más cuando la obra de marras se sostiene por sí misma, no importa cuánto engrudo haya necesitado. Lo que en la Academia puede ser una falta, en el ámbito del arte puede ser un principio compositivo, y como tal hay que juzgarlo.

Más que armar un alboroto por la coincidencia, palabra por palabra, de un texto en otro, más que hacer un llamado al linchamiento, como muchos hicieron, por “la innegable semejanza”, yo más bien preguntaría: ¿y ese copy paste valió la pena, se legitima estéticamente?

Al menos ese es el rasero con el que me acerco, por ejemplo, a los textos de Villaurrutia y Novo que han sido acusados de plagio, a los textos de Perec y Burroughs que lo utilizan como técnica de escritura, a las copias y citas veladas de un maestro de la impostura como Vila-Matas, etcétera. Quizá con ese rasero Alatriste no quedaría muy bien parado, pero entonces estaríamos hablando de literatura y no del Ministerio Público.


viernes, 10 de febrero de 2012

El ensayo ensayo



El ensayo no puede ser otra cosa, ya que le está permitido serlo todo.
Ezequiel Martínez Estrada

Más que la imagen del centauro, que Alfonso Reyes propagó pero que deja un sabor a quimera o a hibridación, a no sé qué de forzado y casi imposible, la imagen que más me gusta para representar el ensayo es la serpiente. Como una serpiente fue que Chesterton sintió que se deslizaba el ensayo: sinuoso y suave, errabundo y a veces viperino. El ensayo, al igual que la serpiente, tienta y es tentativo; no se anda por las ramas sino que avanza por tanteos. Chesterton veía también en él la semilla de algo maligno, de algo capaz de ufanarse de su irresponsabilidad, de no querer llegar a nada sino de solo recorrer el camino, ¡y para colmo de manera ondulante! Pero ese toque maligno que percibía Chesterton –el ortodoxo y católico y gran ensayista Chesterton, padre del padre Brown–, que se manifiesta en su naturaleza elusiva, impresionista y cambiante, en ese estar de lado de lo incierto y lo fuera de lugar, es nada menos lo que hace que el ensayo ocupe un lugar en la literatura y sea, por decirlo así, una forma de arte, algo más que una vía egotista de proferir opiniones o una mera “prosa de ideas”.

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