domingo, 15 de abril de 2012

La cámara digital de Perec




Es siempre lo que sabíamos de memoria lo que nos toma desprevenidos.
Pascal Quignard


Nunca la fotografía fue tan masiva como hoy. Nunca antes el acto alguna vez poético de capturar la luz estuvo tan vinculado al ritmo de la industrialización y el capitalismo. La cámara digital ha terminado por hacer realidad, casi dos siglos más tarde, el sueño de los pioneros de la fotografía de conseguir que fuera un invento verdaderamente público.
Convertidos en una plaga óptica más obsesiva y ubicua que los turistas japoneses, ahora pasamos los días registrándolo todo, acosándolo todo, compendiándolo todo. Desde una grieta en la pared hasta el vuelo perezoso de las palomas en la plaza —un clásico de la fotografía en cualquier formato—, los días transcurren en un ambiente de inventario colectivo, como si de golpe la humanidad estuviera respondiendo al llamado de retener fragmentos, instantáneas de la vida en la Tierra, esforzándose por construir un desperdigado Álbum Universal. Clic a la mujer dormitando en el metro, clic a la nube con forma de chicle masticado, clic a la bola de helado derritiéndose en el suelo ante la pataleta de fin del mundo del niño. Con la aparición de la cámara digital, el rango de la mirada tal vez haya perdido horizonte, profundidad de campo, olfato para lo trascendente, pero ha ganado agudeza, atrevimiento, desfachatez: ahora prestamos más atención a lo minúsculo, a lo que aparentemente no tiene importancia, a lo que pasa de largo en nuestra cotidiana anestesia; a todo aquello que, como decía Georges Perec, “generalmente no se nota, no se anota”, “a lo que pasa cuando no pasa nada.”
Más que ante un apetito documental, estamos ante una búsqueda omnímoda, tentacular, quién sabe hasta qué punto artística; una suerte de recorrido a contrapelo por la uniformidad, por el lomo de la rutina, confiados en que así como sucede con la pelambre del gato, la uniformidad acabará por mostrar su brillo, su esplendor oculto. Quizá esta nueva pasión fotográfica no sea más que un cambio de disposición, una recuperada avidez del ánimo; esa actitud alerta, receptiva como la esponja, en que estamos siempre listos a desenfundar nuestra cámara. Una manera inquisitiva de desenvolverse en el mundo en la que, por el sólo hecho de que podemos atestiguarlo y llevar registro, nos resistimos a aceptar que no esté pasando nada.

Margarita deshojada de flan
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En su “Breve historia de la fotografía”, Walter Benjamin destaca que el apogeo de esta disciplina tuvo lugar en el primer decenio de su existencia, precisamente en esos años miríficos de mediados del siglo XIX que precedieron al proceso de su industrialización. Benjamin se refiere, desde luego, a un apogeo de tipo artístico, a sus posibilidades y alcances plásticos, es decir, a la fotografía como una rama novedosa del arte. Más de ciento cincuenta años después, en esta época en que todo el mundo tiene una cámara en el bolsillo, en el teléfono y a veces hasta en la pluma, lo más seguro es que no necesariamente esté de por medio una palabra tan sonora, tan espinosa e intimidante como la que preocupaba a Benjamin, pero sin duda se trata de un fenómeno que cabe calificar de estético, y que por la magnitud y vastedad de sus alcances, tal vez sería tiempo de que lo reconociéramos como una auténtica revolución en la sensibilidad.
Aunque despreciada por los connoisseurs, por los fotógrafos de la vieja guardia y los amantes de las placas en blanco y negro, la cámara digital no sólo ha modificado los hábitos de la documentación y del recuerdo —de la fotografía como souvenir—, sino que está transformando los hábitos de la observación misma. Por efecto o condicionamiento de la técnica, prestamos más atención a lo que nos rodea, a aquello que había dejado de sorprendernos por demasiado visto, a lo que ya no nos preocupábamos por interrogar precisamente porque creíamos que nunca nos interrogaba. Es cierto que se siguen tomando miles de fotografías de sucesos extraordinarios —del accidente automovilístico y no del tráfico omnipresente; de la novia con vestido blanco y no en su pijama luida de franela—, pero la tecnología de las nuevas cámaras están consiguiendo que se desmorone el prestigio de lo anómalo, que poco a poco la fotografía deje de concebirse como el beso de lo infrecuente.
En un comienzo tal vez haya sido simplemente consecuencia del número, de lo fácil que resultaba tomar cientos de fotografías y luego, sin mayores contemplaciones, quizá borrarlas. (Es probable que hoy los padres tomen más fotografías de sus hijos en un solo día que las que ellos mismos conservan de su propia infancia.) Pero aquí la cantidad se volvió sinónimo de liberación; la sola posibilidad de la abundancia, la felicidad del exceso, obró rápidamente en nosotros y transformó nuestra disposición como observadores. Las cosas comunes empezaron a lucir de modo distinto, a revelar destellos insospechados, que habían estado siempre allí, delante de nosotros, pero que ahora parecían menos insignificantes, menos triviales. La cámara digital ofreció una forma de rescatar esas cosas de la grisura en que llevaban años naufragando, una manera inmediata de apartarlas del flujo de lo indiferenciado y lo estéril, un dispositivo para darles una lengua y un sentido. Lo que se asumía como telón de fondo empezó de pronto a agitarse, a materializarse, a cobrar peso y entidad; el barrio de siempre, la calle por la que volvemos, el propio cuarto, incluso la palma de la mano dejaron de ser presencias fantasmales contempladas desde el visor de la cámara. Como en las ilusiones ópticas, lo imperceptible, lo casi inexistente, pasó por hechizo a primer plano; la cámara digital y sus derivaciones cibernéticas como Flickr e Instagram nos contagiaron la euforia de que lo llamativo podía estar en cualquier lado.
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Los cumpleaños infantiles atraen a las fotografías como la mermelada a las moscas. Constituyen el laboratorio inmejorable del fotógrafo aficionado, ese edén recurrente que le permite experimentar con su cámara y desprenderse de muchas de las inhibiciones que lo paralizan, que le impiden explayarse con su artefacto. Allí, entre niños revoloteando y padres divorciados pero sonrientes, no hay encuadre que se antoje excesivo, no hay detalle que parezca un despropósito acorralar con el zoom. Y aunque seguramente desde los años del daguerrotipo y las placas de gelatina los cumpleaños ya eran un buen pretexto para el arte fotográfico, con el arribo de la tecnología digital no sólo la cantidad de instantáneas se ha incrementado vertiginosamente, sino que también sus motivos, sus hallazgos —lo que podríamos llamar sus preocupaciones—, se han modificado.
En los no tan lejanos tiempos de la tecnología analógica, lo que solía fotografiarse eran momentos estelares: el instante en que se rompía la piñata o se apagaban las velas, la pegajosa máscara de harina y azúcar que, como un rito de rejuvenecimiento del cutis, luce el festejado tras la infaltable mordida del pastel. Hojeo el álbum familiar y lo compruebo: una página tras otra de momentos especiales, de vacaciones o festivales de la escuela, estampas de días extraordinarios en que mis hermanos y yo estábamos disfrazados de gente limpia y respetable. Fulgores de lo que ha sido señalado para ser inolvidable; destellos de lo insólito en las fechas ya marcadas en rojo en el calendario.
Si partimos de la cauda de asociaciones que despiertan palabras como “endomingarse” o “dominguero”, no parece necesaria una investigación estadística para convencernos de que el día de la semana en que más se dispara el obturador es el que dios eligió para el descanso. ¿Por qué en mi viejo álbum hay tan pocos recuerdos de un lunes cualquiera, de los días sin lustre en que mis hermanos y yo retozábamos en el cochambre cotidiano? ¿Por qué tanto interés en la rareza, en la arruga y no en la lisura de la tela; por qué privilegiar lo peregrino, lo inusual, el fuego de artificio y no la noche estrellada que le sirve de fondo? “Como si la vida sólo pudiera revelarse a través de lo espectacular, como si lo convincente, lo significativo, fuera siempre anormal”, escribe Georges Perec en “¿Aproximaciones a qué?”, el texto que da inicio a sus exploraciones en lo infraordinario, y que siempre he creído que compendia su poética. Como si sólo pudiera hacerse honor a la vida a través de sus excepciones, de sus fracturas, nos precipitamos a enmarcar el suceso, lo que destaca y huye de lo común, a costa de que en el gesto tal vez perdamos lo esencial, lo verdaderamente revelador.

Perec, en uno de sus proyectos cinematográficos
Pero ya es hora de regresar a los cumpleaños infantiles y, en particular, a ese paisaje desolado y melancólico de fin de fiesta que suele formarse sobre la mesa del pastel cuando la luz se hace oblicua y está a punto de caer la noche. Los niños siguen revoloteando, los padres divorciados sonríen lánguidamente, y a la mesa donde un dinosaurio se hunde en las arenas movedizas de lo que queda del merengue, al lado de servilletas angustiosamente hechas bolita, salchichas mordisqueadas y botellas de refresco vacías, no sólo llegan las moscas, también acude el padre de familia con su cámara digital. ¿Por qué interroga con tanto cuidado, enfocando por segunda vez, ahora sin flash, a esa naturaleza muerta con espantasuegras? ¿Qué busca allí? Lo más seguro es que esa fotografía no la habría sacado si no fuera tan fácil tomarla, si no se hubiera integrado a la trama de hábitos en los que fotografiar cosas como esa tiene sentido. Lo más probable es que diez años antes, aun llevando una cámara analógica al cuello, no la hubiera tomado. Pero ahora es diferente. La cámara ha propiciado el deslumbramiento estético, el guiño sensible frente a lo que antes no le decía casi nada. De alguna manera, lo ha llevado a mirar más. Y entonces, como un personaje obsesivo de Georges Perec, se da vuelo, se diría que no quiere perder detalle de lo que ese día, inadvertidamente, también sucedió en la fiesta. Clic a la hilera colgante de globos desinflados, al charco ominoso de refresco bajo la cabeza quebrada de la piñata, a las moscas que se reflejan estremecidas en el espejo de la gelatina con pasas.
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Desde que me hice de una cámara Nikon de bolsillo (apenas 27mm de grosor y 14.2 megapixeles), la pregunta sobre qué habría hecho Georges Perec con una cámara digital no ha dejado de darme vueltas en la cabeza. ¿En qué proyecto delirante y exhaustivo se habría sumergido el autor de Tentativas de agotar un lugar parisino si hubiera contado con una camarita japonesa como ésta? ¿Se podría “agotar” un lugar, digamos la plaza Saint-Sulpice de sus experimentos literarios, con los recursos que ofrece una cámara?
Sentado durante tres días en los cafés de la plaza Saint-Sulpice, sin más instrumentos que una libreta y una pluma, Perec se entrega a enumerar lo desapercibido, lo siempre presente y ya asimilado al paisaje, el vasto tapiz de la vida cotidiana. En su relación —que tiene ese aire de meticulosidad inconfundible de los protocolos de un experimento— desdeña abiertamente las estatuas de los grandes hombres e incluso se da el lujo de no prestar demasiada atención a la iglesia, la iglesia de Saint-Sulpice, sitio de peregrinación de los turistas, que entran y salen presurosos como si asistieran a una cita, a un compromiso ineludible, un poco por obligación, armados con sus pesadas cámaras. Perec elude lo trascendente, lo que “debe verse” y está señalado con tres estrellas en las guías, lo que por automatismo imanta las miradas. Esquiva todo eso no porque le parezca aborrecible o de escaso valor, sino porque ya está “suficientemente catalogado, inventariado, fotografiado, contado o enumerado”, es decir, porque ha terminado por eclipsar a lo demás. Los turistas llegan a la plaza y van directo a lo que “importa”: a la fuente de los oradores cristianos, a la iglesia que años más tarde un autor de best-sellers convertirá en el improbable epicentro del Priorato de Sión; si acaso, uno que otro, se detiene a capturar el vuelo más bien obeso de las palomas.
Perec, en contraste, quiere interrogar aquello que los visitantes pasan por alto. Es una suerte de antiturista, de viajero al revés o en negativo, no sólo porque ese sea su barrio y el paisaje le sea demasiado familiar, sino porque sus búsquedas son el reverso de aquellas que emprende quien, aun siendo forastero, sabe a dónde dirigirse, de quien va por la ciudad siguiendo un itinerario, capturando lo grandioso, lo monumental, lo ya suficientemente fotografiado. Mientras que una horda de japoneses dirige al mismo tiempo sus teleobjetivos hacia lo alto, hacia un campanario de la iglesia, allí está Perec, dándoles la espalda en una banca, inspeccionando el indeciso trayecto de una hormiga.
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En los grandes asuntos, los hombre buscan lo que ya saben que está allí; en los pequeños, encuentran lo que no se imaginaban. A la dificultad de ver lo obvio se añade la dificultad de apreciar lo que tenemos bajo las narices. Pero aunque demoremos en descubrirlo, su disfrute suele ser más duradero, más intimo. No se agota en la sorpresa, en el sobresalto de lo brillante, sino que se desenvuelve lentamente, como un listón que revela poco a poco sus misterios; se trata, en todo caso, de una sorpresa de liberación prolongada.
            Más de treinta años después, gracias a la tecnología digital, uno puede hacer un recorrido panorámico de la plaza Saint-Sulpice en las páginas de Google Maps. Allí está el único café que queda —el de la Marie— de los tres que Perec frecuentaba, un café siempre atestado de clientes, con animadas mesas en la banqueta, que Enrique Vila-Matas ha rebautizado como Café Perec. Allí están también —¿cómo evitarlas?—, las palomas en la plaza, y desde luego la fuente de los grandes hombres y, claro, la imponente iglesia, aunque justo en las fechas en que los emisarios de Google digitalizaron la zona, en que hicieron el levantamiento fotográfico, la iglesia estaba cercada por láminas, seguramente a causa de una remodelación. ¿Tenían la encomienda, los esforzados emisarios de Google, de agotar ese y todos los demás rincones parisinos con su tecnología? ¿Es esto lo que habría hecho Perec con una cámara digital: armar el rompecabezas de la plaza uniendo instantáneas diferentes, haciendo que embonaran las figuras de una pareja discutiendo, de unas alas alzando el vuelo, de una mujer tomando su café, un poco a la manera de las obras alguna vez vanguardistas de David Hockney?
Más allá de que me he quedado reflexionando en lo extraño que resulta que en los mapas digitales haya palomas y gente y autobuses que pasan (como el número 96 o el 84, que tantas veces recorren los apuntes de Perec); mapas futuristas que por una coincidencia significativa recogen los detalles concretos de los mapas antiguos, de esos mapas primerizos y un tanto cándidos en que se dibujaban árboles, gente y hasta perros para mayor fidelidad con la zona; más allá de esta perplejidad, aventuro que quizá la forma de agotar un rincón parisino con una cámara sería muy distinto de la que pusieron en marcha los muchachos de Google. Más bien veo a Perec, cámara en mano, enfocando hacia lo minúsculo como quien afila una pregunta. Presa de la pasión por compendiarlo todo, con ese frenesí extrañamente parsimonioso del catalogador, lo veo deslizarse furtivamente para apreciar la forma en que tres vagabundos empinan una botella, o dando una larga zancada para registrar en qué lugar de la fuente se posaron esta vez las palomas, o escondiéndose detrás del kiosco para corroborar si el ramo de flores que lleva aquella chica hace juego con su vestido. Cada encuadre sería un intento de interpelar lo que aparentemente no importa, cada flashazo una tentativa de abrir una puerta hacia lo que siempre ha estado allí. Lo veo con su cámara japonesa persiguiendo al héroe moderno de Baudelaire, capturando la forma en que camina el hombre común, cuya mayor aventura del día probablemente será cruzar entre los coches que no respetan el semáforo. Lo veo atareado de pronto por conseguir que algo de todo esto sobreviva, acosando con cierta urgencia al enjambre de turistas japoneses, rodeándolos para no perder detalle de su manía fotográfica[1] —ahora duplicada y devuelta y por primera vez padecida—, y después tomando tranquilamente una foto al ya muy envejecido eslogan publicitario: “Desde el autobús miró París.”
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“La vida parisina es fecunda en temas poéticos y maravillosos. Lo maravilloso nos envuelve y empapa como la atmósfera; la cosa es que no lo vemos.”
La frase no es de Perec, sino de Charles Baudelaire, puede leerse en “Del heroísmo de la vida moderna”. Habría sido un buen epígrafe para la Tentativa de agotar un lugar parisino; pero también podría ser una insospechada clave del cambio en la sensibilidad que está operando en nosotros la cámara digital. La ya vetusta, polvorienta y tal vez superada modernidad, entendida como un entusiasmo por lo extraordinario, como una sed continua de novedades, pero ahora en aquello que tenemos delante, en lo que pasa directamente frente a nosotros, en lo ordinario y corriente que apenas nos dignamos a ver. Ya no la épica del héroe que tarda veinte años en volver a casa, después de enfrentarse a un sinfín de seres fantásticos y hechiceras, sino la odisea del hombre común, que sale sin mayores expectativas a comprar los ingredientes para el desayuno.
En su libro sobre Baudelaire, Félix de Azúa escribe: “Mientras otros inventaban la fotografía, Baudelaire inventaba la modernidad.” Habían de pasar casi dos siglos para que estos inventos terminar por coincidir, para que descubriéramos que, en el fondo, aunque a distintas velocidades, ambos no son sino el mismo.


[1] A propósito de la manía japonesa por fotografiarlo todo, corre el rumor paranoico y descabellado de que, más que una pulsión genuina, originada en las profundidades de la idiosincrasia oriental, su frenesí fotográfico sería consecuencia de un mandato imperial: una especie de espionaje a la vista de todos para salvar a la patria. A raíz de la devastación y crisis económica en la que se sumió el Japón tras la Segunda Guerra Mundial, todos los viajeros a Occidente habrían tenido la misión de recabar fotografías de cuanto pudiera ser imitado en las fábricas de la isla, ya fueran mecanismos sofisticados o juguetes elementales, diseños de moda o soluciones arquitectónicas. La industria japonesa —no precisamente un paladín de las leyes de propiedad intelectual— necesitaba ideas frescas y las necesitaba a cualquier precio. Contaban para ello con el disfraz inmejorable del turista boquiabierto, fastidioso como un tábano, que sin embargo todo mundo consiente y deja moverse a sus anchas dada la candidez de su maravilla… Y lo que habría comenzado como un acto sistemático de espionaje no tardaría en degenerar en una suerte de atavismo nacional, en esa afición hormigueante, se diría ininterrumpida —el tic del clic—, que a todos nos ha parecido alguna vez sospechosa pero por las razones equivocadas.
Ignoro si esta leyenda urbana, que he escuchado de tres o cuatro bocas no especialmente propensas a la intriga internacional, tiene algún fundamento, pero el caso es que ha llegado a trastocar para siempre mi idea de lo fotogénico, de lo que vale la pena salvar de la fugacidad —y ya ni se diga de lo que ingenuamente denominamos “viajes de placer”. Ahora, cada vez que tropiezo con un enjambre de flashes orientales revoloteando en torno a un objeto cualquiera —un patín del diablo, el patrón de las grecas en una pirámide maya, un coche último modelo—, sólo puedo representármelo (como si alguien más poderoso oprimiera un botón asociativo en mi cabeza) bajo la estampa improbable de una legión de agentes encubiertos cumpliendo con su deber.
Y a todo esto, ¿alguien recuerda haber visto a un turista japonés asediando con su lente lo no-replicable, algún detalle del paisaje poco apto para la piratería? ¿Alguien ha visto a un turista japonés interesado en capturar el vuelo inocente y consabido de las palomas?

miércoles, 11 de abril de 2012

Pasajes y pasadizos de la urbe

El Gran Arte de Londres no tiene nada que ver con ningún mapa o guía, ni mucho menos con un conocimiento de anticuario, por más admirables que estas cosas puedan ser… El Gran Arte al que me refiero pertenece por completo a otra esfera; por lo que respecta a los mapas, por ejemplo, si se han llegado a estudiar es necesario olvidarlos, mientras que todas las asociaciones históricas deben también dejarse de lado… El seguidor del Arte de Londres ha de purgarse a sí mismo de todo esto tan pronto se entrega a sus aventuras. Pues la esencia de su arte consiste en que debe ser una aventura en lo desconocido.
Arthur Machen, Things Near and Far

En todas las ciudades suele haber por lo menos alguna esquina que, al doblarla, nos arroja a una ciudad interior, a una ciudad oculta e imprevista. Callejones o pasadizos que, alejados del ajetreo cotidiano, a la sombra de los asuntos prácticos de la vida, nos conducen a parajes fantásticos —a veces incluso siniestros—, en donde lo familiar se transforma en estremecimiento y nosotros mismos ya no sabemos muy quiénes éramos ni a dónde nos dirigíamos. A cualquiera de esos puntos de acceso, de esas auténticas fisuras de la urbanística, Thomas de Quincey los denominaba “Pasajes del Noroeste”: atajos a no sé sabe qué, umbrales que nos separan de un reino encantado, misterioso y quizá irrepetible, bañado por una luz que no parece de este mundo y que, como la mayoría de los secretos celosamente guardados en una ciudad, es inútil buscarlos en las guías de turistas.

De Quincey gustaba de recorrer las calles de Londres sin ninguna meta definida, mezclarse con la multitud y seguir su corriente, sus vaivenes, su pulso, en una variante noctámbula y contemplativa de la vagancia. Esa afición peripatética, que quizá le venía de sus años de adolescente, cuando había renunciado a su herencia y caminaba famélico y perdido en busca de Ann, su compañera de desdichas, la aderezaba con fuertes dosis de láudano, una tintura psicoactiva que por entonces se vendía en las farmacias y que, a diferencia de los estereotipos sobre los efectos letárgicos del opio, en vez de postrarlo y anular su voluntad lo propulsaba y lo hacía deambular sin descanso en una suerte de euforia sensorial y meditativa.


Thomas de Quincey

Aunque el carburante tóxico que empleaba De Quincey podría hacernos ver con ojos suspicaces la idea misma de un Pasaje del Noroeste (idea que, hay que reconocerlo, comporta algo de fumado y de psicotrópico), cualquiera que haya caminado sin rumbo por una ciudad, dejando que la locomoción bípeda estimule sus terminaciones nerviosas e irrigue de ensoñación su horizonte —cualquiera que haya practicado la caminata como práctica estética—, sabe que uno de los efectos del errabundeo es precisamente llevarnos a una suerte de trance ambulatorio donde lo sensitivo se alía con la reflexión, donde la atención alerta no excluye las largas divagaciones metafísicas, y en el que el caminante no tarda en descubrir que no sólo se ha alejado de los circuitos habituales, de las avenidas y barrios que solía recorrer, sino que también, bajo el influjo fisiológico de la marcha, a causa de la disposición a dejarse llevar por cualquier sendero, hace ya tiempo que está fuera de sí.

Como más tarde reconocerían algunos de los más insignes paseantes y vagabundos de la historia de Occidente (desde R. L. Stevenson a Arthur Machen, desde Baudelaire a Walter Benjamin, desde los dadaístas a Guy Debord y desde William Blake a los beats), las caminatas pioneras de De Quincey, gracias en parte a su adicción al opio, a su debilidad inveterada por “perseguir al dragón”, marcaron la deriva urbana y el callejeo de una atmósfera inequívocamente alucinógena. A partir de él, ya sea mediante la intoxicación expresa o llevados por los efectos de la caminata misma, tanto en la literatura como en diferentes disciplinas artísticas el paseo ha sido una forma de transformar lo cotidiano en sede de lo extraño y lo inusual: un medio —un rito de pasaje— para explorar nuestro entorno inmediato de otra forma, con otra sensibilidad, desde una perspectiva que cabría denominar extranjera.[1]

Pese a que conceptos antiguos como el de genius loci (el espíritu del lugar para los romanos) o sumamente recientes como el de psicogeografía (de raíz situacionista) puedan vincularse a supercherías, a creencias de corte religioso o incluso al más cándido y rechinante New Age, el pasaje del Noroeste no hace que nos transportemos a una ciudad perdida en quién sabe qué plano de la realidad ni que realicemos un salto esotérico en el tiempo; nos conduce a otra forma de percepción y de conciencia en que lo familiar, lo siempre visto, brilla de un modo peculiar, un tanto nostálgico; de ese modo intenso y sugestivo con el que solía hacerlo antes de que la rutina y el embotamiento lo fueran cubriendo con su pátina.

En De Quincey, como en muchos de los que siguieron su senda ambulante e intoxicada, la caminata era una forma de salir del reino de lo instrumental, del reino de la lógica y de la eficacia (donde lo que importa es llegar del punto A al B), para ingresar al subreino de los encuentros inesperados y el azar, al territorio siempre por descubrir de lo que tenemos delante, tan cerca e inexplorado como la palma de la mano (donde lo que importa no es llegar a ningún punto, sino el recorrido, el trayecto que reproduce el hilo de la mente). Al igual que otras tantas llaves capaces de abrir las puertas de la percepción, la caminata —con o sin ayuda del opio—, se convirtió en un método de redescubrimiento de lo ya demasiado conocido —de lo inadvertido— y, por ende, en un medio valioso para purgar los ojos, para limar de callosidades a la sensibilidad y entonces ver más.

William Blake, que también conoció los placeres del vagabundeo y dejó poemas visionarios sobre la experiencia de recorrer a pie la urbe (como aquel que se intitula “Londres”), escribió en los Proverbios del Infierno esta frase justamente célebre: “Los bulevares del exceso conducen al palacio de la sabiduría.” Como cualquier pasante podría apostillar, y como quizá el propio Blake vislumbró en su momento, acaso cabría decir también que “Los senderos del vagabundeo conducen al país de las maravillas.” No debe extrañarnos que, como comprobó De Quincey, casi siempre salgan chispas cuando ambas sentencias se ponen en práctica al mismo tiempo.


[1] Uno de los artistas contemporáneos que más ha explorado y practicado la caminata, Francis Alÿs, durante un viaje a Copenhague en mayo de 1996 rindió tributo —ignoro si con conocimiento de causa—, a los vagabundeos drogados de De Quincey, y el resultado fue la pieza Narcoturismo, en la que durante siete días caminó por la ciudad bajo el influjo de otras tantas drogas. Su cometido explícito durante esas jornadas era explorar “la experiencia de estar presente físicamente en un lugar, pero mentalmente en otra parte”.