sábado, 19 de mayo de 2012

Ráfagas sobre el ensayo


En en el número de marzo de Letras Libres, se publicó una crítica de Rafael Lemus a mi escrito “El ensayo ensayo”. Esta es mi respuesta.


Hubo un tiempo sin ensayos. Antes de 1580, fecha en que Montaigne usa la palabra para referirse a sus tanteos, había formas de escritura que guardaban cierto parecido de familia: disertaciones, diálogos, sumas, epístolas, tratados, etc., en algunas de las cuales reconoce a sus precursores. ¿Qué terquedad o confusión, qué ligereza de juicio, lleva a que ahora casi cualquier cosa se haga pasar por ensayo bajo la sonrisa complacida del crítico?

Referirse a Montaigne como una suerte de comparsa en la historia del ensayo; creer que el acento personal del género es una especie de “moda”: indicios de que no orbitamos en la misma galaxia.

El ensayo, al menos hasta hace muy poco, carecía de pedigrí. Era el apestado de las investigaciones serias, el irresponsable que no quiere llegar a ningún lado, el rumiante un tanto gagá que reflexiona al margen. Algún cataclismo debe de estar sucediendo para que, desde todos los rincones imaginables, se reclame el derecho, no tanto a ensayar, sino a ostentar el nombre.

A fin de recuperar ese talante subjetivo, resueltamente provocador que lo recorre desde Montaigne hasta, digamos, John D’Agata o Luis Ignacio Helguera, se ha hablado de ensayo “informal”, “anecdótico”, “personal”, “creativo”, “moral”, “lírico” y también “verdadero”. Mi tautológico y machacón “ensayo ensayo” era un homenaje a aquel “enfático ensayo” de Adorno, pero también una reducción al absurdo para apuntar hacia un ensayo sin adjetivos.


Las inscripciones en la torre de Montaigne


Se tacha de “esencialista” el intento de perfilar el ensayo. Una condena que pasa por alto que, incluso en la caracterización más ceñida, la ortodoxia del ensayo es herejía.

Por su carácter proliferante, movedizo y promiscuo, definir el ensayo se antoja descabellado; pero la idea de problematizarlo, de preguntar por sus fronteras porosas, de reflexionar sobre sus límites, parece no solo pertinente sino que, de algún modo inesperado y oblicuo, pone el dedo en la llaga. ¿De qué otra manera retomar su impulso experimental y llevarlo más allá?

Del mismo modo que la estela de un barco no determina su curso, destacar el linaje del ensayo no equivale a plantear una preceptiva.

Si hay un aire conservador en todo esto, estaría en la insistencia de escolarizar al ensayo, en darle la espalda a su propia tradición para volver a la forma cerrada de la teoría, en vestir de toga y birrete a Huckleberry Finn. En olvidarse de su carácter elástico para enfatizar –¡qué audacia!– lo escolástico.

En lugar de subjetivo, el crítico lee “egotista”; en lugar de tentativo, resume olímpicamente “impresionista”. En ese afán de caricaturización se encuentra, más que el meollo del debate, el autorretrato involuntario del crítico.

Nada de qué asombrarse: los pedales de mucha de la crítica contemporánea son la caricatura y el gusto por amontonar descalificaciones.

No es infrecuente que se invoque el nombre de Adorno como elemento decorativo. Sin embargo, habría que cuidar de que al hacerlo, como quien coloca un florero en medio de la habitación, no quede de cabeza.

T. W. Adorno no oficia las bodas del ensayo y la teoría. Defiende que, sin importar su eje subjetivo, sea capaz de alcanzar un tipo de verdad, de objetividad, diferente. Su medida no es la verificación de tesis, sino la experiencia humana individual.

Hay que tener una idea muy rupestre –o muy laxa– de lo que es una teoría para pretender que “el uso crítico, indisciplinado, antisistemático de los conceptos” autoriza a hablar de un ensayo teórico. En ocasiones es tropiezo lo que tomamos por salto.

Aunque picotee aquí y allá, absorba teorías y maneje conceptos, el ensayo procede desde la sospecha: frente al método, frente a las reglas del juego teóricas, frente a la especialización erudita, frente al ideal de una construcción cerrada, que agota su tema. Su rasgo no es la afirmación, sino la incertidumbre.

Detrás del ensayo suele estar el error.

“El ensayo –escribe Adorno– es a la vez más abierto y más cerrado de lo que puede ser grato al pensamiento tradicional.” Más abierto, pues se resiste a los residuos de la escolástica y a las infiltraciones de los filosofemas ya empaquetados y listos para consumo. Más cerrado “porque trabaja enfáticamente en la forma de la exposición”, porque se obliga a una intensidad mayor que la del pensamiento discursivo.

Lejos de entregar un informe sobre las cosas, de limitarse a su representación objetiva, en el ensayo las cosas cobran una nueva forma a través de la imaginación y la escritura. Si hay una verdad en todo ello, es de tipo poético, puesto que el ensayo es una variedad de la poesía.

Aun el enfant terrible del ensayo, Ander Monson, quien ha visto en él una forma de hackeo, no pierde de vista los límites del género y avanza desde su interior para ampliarlos, para llevarlos a su tensión máxima: “Los temas tácitos de todos los ensayos son el ensayo mismo, la mente del escritor, el yo en el proceso de tamizar y percibir, incluso si el yo es tácito, nunca evidente, oculto.”

Lo que hace un niño con su bola de plastilina está más cerca de la escultura que una tesis de grado de la ensayística.

El ensayo incomoda porque se mueve en las intersecciones, en las zonas de nadie, en ese desfiladero donde cada nuevo paso parece realizarse en el aire, fuera de lo literario pero también de lo académico. Porque “con conceptos querría abrir de par en par lo que no entra en conceptos” (Adorno).

Su soberanía frente a lo fáctico, su libertad de movimiento frente a la teoría, pueden hacer pensar que el ensayo se desentiende de la realidad. ¿Cómo podría hacerlo, si aspira a verter la experiencia humana sobre la página?

El ensayo como membrana –como interposición– entre la mente y el mundo. El ensayo como ósmosis o, mejor, como bitácora del flujo y reflujo en ese diminuto poro que llamamos el yo.

Porque subordina la crítica a la experimentación personal, por antropomorfista y polimórfico, por ametódico e inestable, por disperso y anacrónico, pero sobre todo porque antepone la búsqueda de la felicidad a la verdad, el ensayo no es solamente un género literario ni una práctica más o menos extendida. Es un proceso, una vía de transformación, en primer lugar de uno mismo, a través de la escritura.



Quien percibe en las divisiones de género cierto tufillo de cárcel y presiente comisarios y cancerberos pasa por alto que, en todo caso, el ensayo es “una prisión de mínima seguridad” (David Shields). Salir de ella comporta al menos el sentido del riesgo.

El crítico se molesta cuando le desacomodan los libros de su biblioteca. Le gustaría que todo se ajustara a su criterio, que el orden implícito que guía sus lecturas –y sus estantes– no fuera alterado. Pretende, tal vez, que todo se quede como está.

¿Dónde está el escándalo de tomar, digamos, Lenguaje y significado de Alejandro Rossi, y retirarlo del librero del ensayo? ¿O Logoi: una gramática del lenguaje literario de Fernando Vallejo? ¡Fuera!

O El deslinde de Alfonso Reyes. Pero antes de expulsarlo, no estaría mal que lo repasara. ¡Es de teoría literaria! Y allí se pregunta lo que según esto ya no tiene sentido: si cabe distinguir entre literatura y no literatura.

Lo de menos, desde luego, es el orden de la biblioteca. La cerrazón, la actitud recalcitrante, tiesa, estrecha, retrógrada (¡qué fácil es descalificar!), está en no permitir que se cuestione toda esa masa de textos que, con la coartada de lo ensayístico, pero sin nada de invención, de impulso experimental, se limitan al confort de opinar.

Si delinear los contornos movedizos del ensayo es anatema, ¿habría que contentarnos con la etiqueta mercadológica de la no-ficción? ¿O con esta gema de la lucidez: el ensayo es prosa, prosa discursiva? Pero no olvidemos que Alexander Pope publicó en verso su Ensayo sobre el criticismo y que ahora proliferan videoensayos como los de Laura Kipnis.

“La hospitalidad del término no-ficción: un vestidor completo etiquetado como no-calcetines” (David Shields).

¿Qué se gana con decir que las tareas escolares, los reportajes periodísticos, los libros de divulgación, las colecciones de artículos, las promesas de campaña y en general toda la doxa encuadernada son ensayo? ¿No es mucho más lo que se pierde?

El ensayo: esa pregunta. Esa forma anacrónica y siempre abierta. Sin embargo, parafraseando a Kant, el ensayo no se engrandece confundiendo sus límites: se desfigura.

Una cosa es expandirse en todas direcciones y otra muy distinta es ser amorfo. Uno de los temas recurrentes del ensayo es el ensayo mismo, sus limitaciones, sus bordes, pues esos bordes coinciden con los de la propia mente, que gracias al ensayo se resiste a anquilosarse.

Una prueba de que el ensayo no es cualquier tipo de prosa, mucho menos esa práctica quién sabe qué tan maquinal para proferir opiniones y teorías al vapor, es que no se cruza de brazos ante sus bordes muchas veces cortantes. Que al llegar al filo de lo que conoce, de lo que es aceptable y consabido, se atreve a ir más allá.


Publicado originalmente en Letras Libres.

miércoles, 16 de mayo de 2012

Una defensa de las humanidades


A propósito del libro de Martha Nussbaum, Sin fines de lucro (Buenos Aires, Katz, 2010).

¿Quién no adora al ídolo de la rentabilidad? En su nombre se reorientan las políticas de las naciones, se reordenan las relaciones laborales, se reforman los programas de estudio. Con la coartada de propiciar beneficios rápidos y cuantificables, de garantizar el crecimiento económico y la competitividad en el mercado global, se implementan una serie de medidas que, por el hecho de incidir directamente en el PIB, parecen justificarse. Qué importa que esas políticas no contribuyan a mejorar la calidad de vida, que sean depredadoras y contaminantes, que no promuevan el bien común a largo plazo; lo decisivo es rendir tributo al ídolo dorado, lo que cuenta es la caja registradora.

El discurso de la rentabilidad ha llevado, entre otras cosas, al desdén de las disciplinas humanísticas, a una tendencia cada vez más generalizada a despreciar su enseñanza por “inútiles”, reducidas a simples ornamentos en los que no vale la pena perder el tiempo ni mucho menos invertir. Lo mismo en las escuelas primarias que a nivel universitario, la filosofía, la literatura y las artes se encuentran en la picota por el presunto pecado de ser demasiado etéreas, por no tener los pies en la tierra ni producir beneficios —por “lujosas”, “ociosas”, “peligrosas”—, por no preparar a los estudiantes para el mundo real. Ya sea a través del célebre Proceso de Bolonia, con el que se busca normalizar la educación superior europea bajo parámetros que muchos consideran empresariales, ya sea a través de políticas locales que destinan menos recursos y propician la desaparición de enteros departamentos universitarios, la educación humanística está cada vez más amenazada, más relegada y pauperizada. Tanto en Europa como en Estados Unidos, en Asia como en México, hay vastas áreas académicas en serio peligro de extinción.

Si en Nueva York, la universidad estatal SUNY (por sus siglas en inglés) anunció hace tiempo el cierre de los departamentos de Teatro, Estudios Clásicos, Franceses, Rusos e Italianos, en México, a través de la RIEMS (Reforma Integral de la Educación Media Superior), la Secretaría de Educación Pública parece haber dado un golpe mortal a la filosofía escolarizada. Con el eufemismo de convertirla en una disciplina “transversal” —que más valdría llamar fantasmal—, materias como ética, lógica, estética e introducción a la filosofía se esfumarán de las escuelas aún más de lo que ya estaban: un acta de defunción para lo que había quedado en el abandono, entregado a las telarañas, y en la práctica se consideraba, al igual que muchos adornos, un auténtico estorbo.

La pregunta inmediata que se desprende de este panorama es por qué la rentabilidad debería ser el principal rasero; por qué lo que antes se concebía como un medio ha sido elevado a fin supremo. El caso de la China contemporánea, cuyo poderío económico a estas alturas es incuestionable, bastaría para ponernos sobre aviso. La rentabilidad puede convivir muy bien con la limitación de las libertades individuales, con las prácticas comerciales abusivas, con los regímenes de corte totalitario. ¿Puede entonces perseguirse el beneficio a cualquier precio? ¿No se corre el riesgo de que la urgencia de rentabilidad y la ambición lleven a que perdamos en el camino una serie de valores esenciales? ¿No hay en el fondo del discurso hegemónico, con su énfasis ciego en el intercambio y la explotación (de recursos pero desde luego también de personas), con su tendencia siempre latente a convertir las relaciones humanas en relaciones de interés y utilización, una amenaza para los valores democráticos? ¿Las propias disciplinas humanísticas no tienen nada qué decir frente a esta inversión de valores que tanto las margina y degrada? ¿Qué hay más allá de la exigencia de producir ganancias que contrarreste, matice y ponga en perspectiva la ideología que la entroniza?

Martha Nussbaum, filósofa de la universidad de Chicago que lleva muchos años interesada en el declive de las humanidades, ha escrito una sustanciosa y bien documentada defensa que tiene como objetivo mostrar no sólo por qué la educación humanística es y ha sido importante a lo largo de la historia, sino en qué sentido se ha vuelto crucial para el fortalecimiento de las democracias contemporáneas, para apuntalar una serie de valores civiles a los difícilmente estaríamos dispuestos a renunciar. De la mano de textos y prácticas educativas como las de John Dewey en Estados Unidos y de Rabindranath Tagore en la India, la estrategia argumentativa de Nussbaum se despliega principalmente en dos frentes: por un lado, pondera el papel de las humanidades en el marco de la obsesión por el lucro; por otro, muestra las limitaciones de ese marco a fin de construir un sólido alegato a favor de esas disciplinas en un terreno distinto: el ético y el político.

El primer frente se diría que es más débil y circunscrito, puesto que cae dentro de la misma lógica utilitaria que ha llevado al desprestigio de las disciplinas humanísticas. Sin embargo, se trata de un frente necesario y a su manera estratégico, ya que muchas de las políticas educativas han terminado por regirse por criterios cuantitativos, relacionados de una u otra manera con el crecimiento económico. Desde la época de Margaret Thatcher, primero en Gran Bretaña y luego en otros países, la importancia de una disciplina académica se mide atendiendo a su contribución directa o indirecta a la economía nacional. Como si la educación no pudiera concebirse más que como parte de un modelo de mercado y sus beneficios hubieran de equipararse con el de los avances tecnológicos, los proyectos de investigación se evalúan en términos de “impacto”, “usuarios externos” y “repercusiones materiales”, mientras que a los estudiantes se les inculca dirigir sus aspiraciones a la obtención de empleos bien remunerados. Según Nussbaum, las humanidades son importantes incluso dentro de este esquema pragmático puesto que el pensamiento crítico y la capacidad de imaginación se han vuelto pilares de la cultura empresarial. En sentido contrario a la formación de trabajadores obedientes y bien capacitados (ejércitos de maquiladores entendidos como engranes de la mecanización productiva), la rentabilidad de las empresas más exitosas está relacionada cada vez más con la innovación y el juego, la creatividad y el debate, capacidades que suelen fomentarse precisamente con la educación humanística. En sentido inverso sucede algo parecido: aquellas empresas que excluyen de su planta trabajadora ese perfil de apertura creativa, flexibilidad y recursos críticos, entran en un rápido estancamiento. De modo que si las universidades están empeñadas en apegarse a un modelo empresarial, parecería que lo están haciendo del modo más obtuso y tradicionalista, atendiendo únicamente a la fórmula del costo/beneficio, sin enterarse de que las empresas innovadoras y de mayor crecimiento siguen un camino muy diferente.

El segundo frente de su argumentación es más general, y consiste en señalar los efectos indeseables que arrojan las políticas de la rentabilidad cuando se extrapolan y empiezan a regir en los centros educativos, con especial énfasis en las repercusiones que estas políticas generalizadas tienen en la convivencia democrática. Glosado en pocas palabras, su punto es el siguiente: llevados por una avidez unidimensional, los estados nacionales y sus respectivos sistemas de educación están dejando de lado la formación de ciudadanos críticos, autónomos y cabales, con la capacidad de cuestionar a los gobiernos que los representan y de participar activamente en la toma de decisiones. Cuando la sed de ganancia no se complementa con el ejercicio del pensamiento crítico, termina por hacer que la democracia penda de un hilo, o al menos la convierte en un elaborado y —lo sabemos en México— costoso juego de simulaciones. Sin el desarrollo de las facultades del pensamiento y la imaginación, los individuos se convierten en meras “máquinas utilitarias”, aptas para la producción y el consumo, pero cuya participación política se reduce, cuando mucho, al llenado de una papeleta electoral.

Como ya antes había argumentado en su libro El cultivo de la humanidad, la educación humanística contribuye, mediante la “imaginación narrativa” y el “autoexamen socrático”, al fomento de la empatía, a desarrollar la capacidad de ver a las personas como un fin en sí mismo y no como un medio. Esta capacidad de ponerse en el lugar del otro, de entender sus sentimientos, deseos y expectativas, no sólo modifica la experiencia cotidiana y conduce en el mejor de los casos a que prevalezca el respeto y la búsqueda de diálogo, sino que también, en una época en que los problemas que afrontamos tienen alcance mundial, en que los desafíos ambientales, económicos, políticos y religiosos presentan un marcado cariz planetario, propicia la formación de “ciudadanos del mundo”, de personas con conciencia cosmopolita, en cuyo horizonte prevalezcan la razón y la compasión. Tal vez esa educación humanística no sirva para ganar dinero —concluye la Nussbaum—, pero sí sirve para generar otro tipo de riqueza: riqueza cultural, riqueza crítica, riqueza emocional y lógica, que entre otras cosas permite compensar las falacias, el egocentrismo, la angostura de espíritu y las prácticas depredadoras y abusivas en que suelen incurrir quienes se orientan fundamentalmente a la obtención de beneficios económicos.

A pesar de que aquí y allá, en discursos y estatutos, con fácil insistencia de ritornelo se encomian y difunden las bondades de los valores democráticos, al mismo tiempo parece pasarse por alto que ninguna democracia puede fortalecerse y ser estable si no cuenta con el apoyo de ciudadanos educados para ese fin, con una masa creciente de ciudadanos críticos, participativos, en estado de alerta. Cuando falta esta discrepancia y capacidad de juicio —cuando falta propiamente la ciudadanía—, la democracia no pasa de ser una chapuza, una astracanada monumental y prestigiosa, detrás de cuya fachada de legalidad y participación los individuos no son sino puntos porcentuales manipulables por el circo mediático.

Planteamientos como el de Martha Nussbaum, que en el fondo no hacen más que traer a cuento la vieja aspiración de convertir la escuela filosófica —la Academia— en una paideia, en ese ensanchamiento del alma que nos conduzca a reconocer a todos los seres humanos como nuestros parientes —el entrenamiento hacia una “humanidad política” en la que el hombre se reconozca al fin como kosmopolités, como ciudadano del cosmos—, planteamientos de este tipo, decía, es común que se desestimen arguyendo que es bastante dudoso que las humanidades generen mejores ciudadanos, seres humanos más integrales y participativos. Incluso es frecuente que se llegue al extremo de citar el caso de la Alemania nazi como una muestra de sociedad educada en los más altos parámetros artísticos, literarios y humanísticos que, sin embargo, no por ello se convirtió en un paladín de la empatía hacia el prójimo ni en un campeón de los valores democráticos.

En su libro, Nussbaum no se distrae con el examen de estas objeciones. Afrontarlas equivaldría, en última instancia, a remontarse a la época optimista, griega, de la filosofía, en que el concepto mismo de escuela, de educación, comportaba la transformación de los niños de ciudad en cosmopolitas adultos, y en que la verdad no se alcanzaba por éxtasis o revelación, sino a través de la investigación, las pruebas, los argumentos. Responder a esas críticas supondría —como en otro contexto ha hecho el filósofo alemán Peter Sloterdijk—desandar el camino hasta hacer ver en qué sentido la paideia siempre fue entendida como una educación hacia lo más alto, hacia la amplitud de miras, hacia la creación de una ciudadanía “de mente elevada”: en suma, como una introducción a la sensatez adulta que, muchas veces se nos olvida, es lo que significa la palabra humanitas. Martha Nussbaum no se ocupa directamente de nada de esto, pero lo implica y lo sugiere al defender que los valores democráticos están en riesgo con la actual crisis educativa mundial y, en particular, con el abandono de las humanidades que esta crisis ha consentido. Y uno de los riesgos principales —vale la pena insistir en ello— es que en el marco de la urgencia por la rentabilidad, en un ambiente impregnado de codicia, con los ojos fijos en los indicadores macroeconómicos, las relaciones humanas terminen reducidas a meros vínculos de manipulación, explotación y utilización.

En un país como México (donde por cierto ha amasado su fortuna el hombre más rico del mundo), podría pensarse que se trata de minucias, que hay problemas y desigualdades más acuciantes, cataratas de asignaturas pendientes que hay que aprobar antes de que dejemos que nos quiten el sueño las viejas materias optativas… Sin embargo, las señales de alarma que arroja la miseria educativa están desperdigadas por todos lados, y la falta de una columna vertebral humanística se hace evidente de manera lastimosa y trágica. No es sólo que la estrechez de miras de los gobernantes haya llevado a la ruina generalizada del sistema escolarizado, ni que la propia dirigente del Sindicato de Maestros (SNTE), Elba Esther Gordillo, sea una auténtica maestra en anteponer la manipulación y utilización de las personas por encima de cualquier ideal formativo. Esas señales de alarma están también implícitas en los brutales enfrentamientos entre los cárteles de la droga, en los valores que subyacen a la delincuencia organizada, en esos fines utilitarios, despiadados e insensibles que, toda proporción guardada, emulan en clave salvaje a los que se propalan día y noche desde las cúpulas tecnócratas, siempre tan amigas de sobarle la panza al ídolo de la rentabilidad. Entender al otro fundamentalmente como un instrumento para obtener ganancias o, en su defecto, como un obstáculo que se interpone en el camino, no es sino el reflejo de la incapacidad de ver a las personas como seres humanos y no como objetos. Los feminicidios en Ciudad Juárez, los inmigrantes secuestrados en su paso hacia los Estados Unidos, los descabezados y miles de muertos y desaparecidos de la guerra contra el narco, difícilmente pueden entenderse sin apelar a una profunda incapacidad de comprensión e interés humano que ya más bien se está convirtiendo en epidemia nacional.


Hace no mucho, los dirigentes del SNTE, repentinamente consternados por la “falta de valores” que priva entre sus filas, decidieron invitar al Dalai Lama para que sirva de ejemplo y bañe de espiritualidad a sus agremiados. Como era de esperarse, nunca les pasó por la cabeza la idea de invitar a alguien como Martha Nussbaum a fin de que los asesore, oriente y también confronte. Y mientras esperaban ser bendecidos por la súbita revelación de una dimensión espiritual en sus vidas, los mismos que dicen estar al frente de la educación del país y en cambio han perpetrado su hundimiento, imponiendo un proceder corrupto y faccioso al interior del gremio magisterial, se apresuran a tomar medidas que, con el pretexto de “vivir mejor”, ponen todavía más contra la pared a la ya muy vilipendiada formación humanística. 

jueves, 3 de mayo de 2012

Burbujas en el campo


Texto a propósito de la obra de Iñaki Bonillas, Días de campo, incluido en el libro Archivo J.R. Plaza (2012), como parte de su exposición en el Virreina Centre de la Imatge de Barcelona.





Extender el mantel sobre el pasto. ¿Hay una estampa más precisa, más sugestiva, de los días de campo? ¿Hay un gesto que retrate mejor su dualidad? Viajamos a la intemperie con la ciudad a cuestas; recorremos kilómetros para exponer al sol el contenido de nuestros cajones.

Los cubiertos, el tarro de mostaza, incluso el termo, brillan con otra luz sobre el mantel a cuadros del picnic. Demasiado acostumbrados a la penumbra, se diría que brillan a causa de su propia palidez. ¡Y pensar que hemos de vernos también un poco así, enmohecidos, blancuzcos, deslumbrados, como la botella de vino recién salida del sótano!

Todas esas telas y manteles sobre el terreno, ¿no hacen las veces de membrana? Necesitamos algo que regule la invasión del entorno; no únicamente de las hormigas y la tierra, sino del exterior en sí, de su presencia avasallante. La naturaleza, no importa que nos hayamos tendido en un camellón en medio del tráfico, parece siempre dispuesta a engullirnos, a colonizarnos.

Qué frágil se antoja la burbuja con la que nos internamos en la naturaleza, y qué difícil es en realidad desembarazarse de ella, romperla o dejarla atrás, como si fuera al mismo tiempo coraza y escafandra.

Y una vez en el campo, un tanto intoxicados por la pureza del aire, nadie sabe muy bien qué hacer. Damos vueltas, cruzamos las piernas, nos revolvemos, quitamos esa piedrita debajo del mantel. Se diría que cada quien está buscando su puesto, que de un modo oscuro quisiéramos poner en escena célebres cuadros sobre la hierba, ya sea de Monet o de Manet.

Los hombres, decía Oscar Wilde, no ven la niebla porque haya niebla, sino por los poetas y pintores que les enseñaron los misterios encantadores de sus efectos (“The Decay of Lying”). El campo por ejemplo el de los alrededores de la ciudad de México existe sobre todo en cuadros y viejas fotografías.

Cada vez resulta más difícil llegar al campo, cada vez la mancha urbana lo hace parecer ¿más? un espejismo, una suerte de dimensión aparte, a la que no conduce ninguna carretera; cada vez más el campo se antoja un paraíso artificial.

Después de todo, ¿hay en verdad un campo allá afuera? Se trata, más que nada, de algún tipo de actividad: excursiones en bicicleta, bádminton contra el viento, zambullidas en el riachuelo, caminatas. El campo reducido a una especie de hobby.

La afición por salir a la intemperie, al aire puro, degeneró en el “mal del ímpetu”, ese frenesí campestre que ridiculizó Iván Goncharov. Siglo y medio después ya no se busca la tranquilidad campirana, sino las emociones al límite, los deportes extremos, ¡el gotcha!

Si, para Max Jacob, “el campo es ese lugar donde los pollos se pasean crudos”, ahora, en la era de las granjas industriales, sólo nos cruzamos con excursionistas en bermudas, las piernas lívidas, la carne de gallina.



Al parecer, hay una suerte de necesidad de horizonte, una necesidad un tanto “animal” de distancia. Los rebaños, si hay que creer a Thoreau, procuran siempre nuevos y más amplios pastizales. Volvemos al campo en parte porque nos hace falta profundidad de campo.

Dejar atrás el tráfago de la urbe, su neurosis asfaltada, su fragor, en busca de un poco de aire fresco. Y ser recibidos, como le sucedió a Joyce Carol Oates, por un súbito ataque de taquicardia (“Against Nature”).

Los días de campo no dejan de ser cómodas excursiones al perímetro de una maceta. Merodeamos a la orilla de la carretera, nos detenemos en los umbrales secretos de los bosques. Viajamos grandes distancias, hundimos el dedo en el lodo y, entonces, creemos estar en contacto con la naturaleza.

Aun si sólo vamos al bosque de Chapultepec, cargamos con nuestra brújula. Precisamos convencernos de que no estamos en un set.

Los fines de semana campestres y su atmósfera de vuelta a la inocencia. Soñamos con desprendernos de la mochila de la civilización, reconciliarnos con los buenos salvajes que fuimos, vegetar en consonancia con la naturaleza. No tardan en despertarnos los mosquitos.

Más de la mitad del atractivo de un picnic radica en los preparativos. Mientras empacamos, mientras tachamos la lista de pendientes, todavía estamos bajo la ilusión de poder situarnos a la orilla del tiempo.

Escapar de la corriente de la frase, romper con el estribillo de la rutina, torcerle el cuello al automatismo de la sintaxis. El viejo y cándido entusiasmo de montar nuestro campamento en un paréntesis.

El campo como una región de la nostalgia. Esos parajes soleados entre los árboles, esos arroyos todavía cristalinos, ¿no son los mismos que cruzamos cuando niños? ¿No son los que encantaban a nuestros abuelos? ¿No fue allí donde se encontraron cromañones y neandertales? Haría falta un nuevo GPS para no extraviarse entre tantas mistificaciones.

Incluso los años trascendentalistas de Thoreau en el bosque no fueron sino un experimento, y el libro resultante, Walden, un ejercicio pionero de ficción. Construyó su cabaña solitaria a un par de kilómetros del pueblo donde nació, en Concord, Massachusets, casi se podría decir que en el patio trasero de su casa. Y cada tanto regresaba a tomar el té y galletitas…
           ¿Quién, de niño, después de haber pasado un domingo en la casa del árbol, no volvía diciendo que había estado en el bosque?

En toda fogata hay siempre algo de cavernícola: tapetes que remiten a las pieles de bisonte; dificultades de encendido como en los tiempos del pedernal; historias después de una larga cacería (aunque sea de mariposas). ¿Y si se descubriera que ya desde la edad de piedra la comunión frente al fuego consistía en asar bombones?

“Soy incapaz de emocionarme con los vegetales”, le escribe Baudelaire a Fernand Desnoyers cuando éste le solicita poemas para una antología sobre la naturaleza. “Nunca creeré que el alma de los dioses habite en las plantas”, le confiesa. Y a cambio de versos sobre “hortalizas sacralizadas”, a cambio de ejercicios de poesía romántica, le envía un par de poemas sobre el ocaso y el amanecer en París, sobre la urbe entendida como estepa o jungla, plagada de bestias feroces que rugen sedientas al salir del trabajo, de tribus de caníbales a la vuelta de la esquina acechando a sus víctimas (Baudelaire, Correspondencia).

La naturaleza es una madre que en gran medida nos hemos inventado. Una madre postiza, una madre a la que imploramos y reverenciamos, a cuyas faldas quisiéramos acogernos cuando nos sentimos huérfanos. Regar las plantas, cultivar un jardín, son los rituales con que nutrimos ese mito.

En la naturaleza no encontramos la menor resonancia. Gritamos en la cañada para escuchar nuestro eco, pero ella no tiene interés en nosotros y, como una enorme boca que bosteza, nos da la espalda.

Qué imperturbable parece la superficie del agua antes de arrojarle guijarros; qué insensible se antoja la bóveda celeste ante nuestras alegrías, ante nuestras desdichas. Por eso hacemos incisiones en los troncos, por eso tallamos las piedras y escribimos: “Yo estuve aquí.”

No falta quien vuelva al campo sólo por el placer de orinar a la intemperie.

Paisajes rocosos que nos devuelven a la infancia; árboles que rodeamos como si se tratara de parientes lejanos, de antepasados que eligieron la inmovilidad; y esa sensación un tanto previsible de paz que sobreviene cuando las cigarras se callan, y parece que el mundo se hubiera detenido por la acción de un interruptor. Todo lo que encontramos en el campo de algún modo lo hemos llevado allí.




¿Quién, al tenderse a contemplar las nubes, no lo ha hecho para mirar de cerca el paso de sus pensamientos?

Aplastamos una hormiga con la punta del dedo, medimos nuestra pequeñez contra un sauce majestuoso. Pero la naturaleza no admite esa clase de comparaciones; es un absoluto ante el cual nada de lo humano puede ser medido.

Cuando uno se aparta del camino y se pierde en el bosque, corre al primer oasis de cemento.

El campo no es más que una superstición de la ciudad. De regreso a casa, pero ya desde la carretera flanqueada por árboles raquíticos, cubiertos de hollín, sentimos que la excursión no tuvo lugar, que todo fue tan fugaz como una burbuja, que nunca estuvimos allí.

Volvemos del campo con una rama, una piña fragante, una piedra con forma de montaña. En compensación, como souvenir invertido, aportamos una colilla, un pañuelo sucio, corcholatas.

Los restos del picnic: migajas, botellas vacías, bolsas de plástico. A veces los rescoldos de una fogata. Hoy muchos se preocupan por recogerlos, por no dejar ninguna huella. Sin embargo, en su intrusión, en su presencia contaminante, había también un no sé qué de bucólico.

Irse y dejar la mesa puesta sobre el pastizal. Irse y dejar los utensilios, los manteles, las velas -la parte civilizada que hay en nosotros, nuestra mitad enguantada, a expensas de los elementos.