domingo, 4 de noviembre de 2012

El hombre ciego a la belleza


A diferencia de los que padecen el síndrome de Stendhal, que sufren vértigo y palpitaciones ante a una obra maestra, el Hombre de la Mancha en el Ojo no experimenta nada frente a la belleza. Si acaso siente a veces un poco de estupor, ese estupor confuso y un tanto vergonzoso de quien se sabe diferente y se da cuenta de que sus cuerdas sensibles no han sido jamás rasgadas por los dedos del arte. Si está ante un cuadro, por ejemplo, le parece como si hubieran desparramado tubos de pintura de forma arbitraria y tosca; si acude a una sala de conciertos, las notas se niegan a formar relaciones armónicas en sus oídos, y más bien la música lo atormenta como si proviniera de instrumentos infernales y desarticulados sin otro fin que enloquecerlo. Si lee un poema o un cuento, es capaz de seguir el hilo, de “captar el sentido”, pero de todas formas se queda en blanco. Al igual que los que no pueden ver determinado color, está ciego a la experiencia estética; toda una franja de la realidad le ha sido por completo vedada, lo que lo hace parecer impasible, reservado y flemático, aunque por lo demás sea un hombre del todo normal.
           Cuando era niño, todos creían que esa incapacidad tenía que ver con la opacidad vítrea de su ojo izquierdo. Nació con esa especie de nubosidad permanente que, sin embargo, no alteró su visión; pero el hecho de que, a nivel auditivo, sufriera una indiferencia o insensibilidad parecida —que la música lo dejara siempre frío—, despejó el temor de que su mal proviniera directamente de la mancha. Aunque siempre habían tenido cierta aprensión con todo lo relacionado al humor vítreo de su hijo, sus padres se alarmaron por primera vez tras descubrir que él prefería ver la televisión cuando ya no había nada que ver, cuando la programación había concluido y en la pantalla sólo desfilaba un avispero de brillos y zumbidos conocido como nieve. “No es que encuentre mucha diferencia entre la nieve de la pantalla y una película —suele explicar—; pero al menos la primera me resulta más tranquilizadora, quizá porque entonces no tengo la obligación de sentir algo."
           Desde aquella madrugada en que sorprendieron a su hijo hipnotizado por una pantalla chisporroteante y sin sentido, estaba claro que su destino sería singular. Quisieron ayudarlo, “sensibilizarlo”; puesto que no sabían si se trataba de una variedad de autismo, temieron que de no abrirle los ojos a la belleza estaría condenado a convertirse en un psicópata o un criminal.
           Pero nada ha funcionado. Las cosas son indiscernibles para él desde el punto de vista estético: ya no digamos las bellas artes, la comida, la ropa, todo le da lo mismo; si le dan a elegir entre una habitación con vista a un jardín y otra con vista a un muro gris, sencillamente se alza de hombros. Pese a que le gusta jugar futbol, dos jugadas de gol en un partido —una soberbia, la otra azarosa y torpe— tienen igual peso en su ánimo en razón de que ambas alteraron el marcador. Es como si las contemplara desde la rejilla chata del sistema binario; como si entre él y la realidad se levantara un vidrio gélido e infranqueable, parecido al desasimiento o a la depresión. Alguien lo describió como aquel desdichado que nunca ha visto la tela colorida del velo de Maya; otro, como el infaltable aguafiestas que siempre ve desnudo al emperador. Antes de la pubertad, todas las niñas le eran odiosas; después de la pubertad, todas las mujeres lo excitan por igual, y él mismo reconoce que se trata de una agradable atracción puramente animal. Se entiende que enseñarlo a apreciar a los grandes maestros raya en una empresa ridícula.
           Por consejo de una amante, una vez hizo el viaje a Florencia, con el propósito de visitar la Galeria degli Uffizi, ese rincón del mundo en donde se registran más sobredosis de belleza, pero en especial para conocer la Basílica de Santa Croce, el lugar donde Stendhal estuvo a punto de desmayarse por las sensaciones celestes que le infundió la nave principal. Pero ya una vez allí, separado de la abundancia de belleza como el loro del reino del significado, el Hombre de la Mancha en el Ojo se limitó a hacer un cálculo de la gente que cabría cómodamente sentada en su interior.
           Un poco en broma, ya que lo había escuchado describir los cuadros como “meras manchas”, su hermano lo llevó en una ocasión a ver la obra de Jackson Pollock. Para su propia sorpresa, frente al primero de los cuadros, el hombre ciego a la belleza sonrío. Como si quisiera retorcer su humor más de la cuenta, exclamó que eso al menos no tenía la confusión y gratuidad de un Tiziano.

Pollock 32 (1950)




Al día siguiente, su hermano lo llevó a un taller de carpintería, donde las sierras eléctricas y los martillos creaban un auténtico aquelarre acústico, un estrépito informe y destemplado. Le pidió que se detuviera en el umbral y cerrara los ojos. “Sí, aquí hay algo”, dijo. Pero la verdad es que nunca ha pasado de allí. Un erizamiento leve de la piel, si acaso la inminencia del goce artístico de cara al desorden. Sensaciones —o subsensaciones— que lo atraviesan de vez en vez, como cuando mira un vertedero de basura o cuando se topa con niños que juegan a la orquesta con sartenes y cacerolas.
           Ya que carece de punto de comparación, es imposible hacerle entender que el mundo que habita es un mundo disminuido y trunco. Él se limita a sonreír; asegura que en ese mundo empobrecido no está solo, que incluso se atrevería a decir que son legión.