El striptease del emperador
Un artista tiene la siguiente ocurrencia: en una exposición
colectiva, su contribución será redactar las cédulas, las guías de sala y los
textos del catálogo en un lenguaje deliberadamente oscuro, repleto de
referencias filosofantes y saltos mortales lógicos, abusando de conceptos
científicos mal empleados y una sintaxis que ni siquiera Lacan o Hegel en sus
momentos más crípticos. Lo mueve un afán paródico; quiere poner en evidencia
las teorías más bien gaseosas que abundan en el mundo del arte, la vaciedad de
los discursos que han encumbrado a movimientos y artistas, la arrogancia con
que un curador siembra de términos técnicos su “apuesta” en contextos que
resultan de risa loca (aunque desde luego nadie se ría).
Pone manos a la obra: revuelve,
deconstruye, toma retazos de otros textos y los pega con un alto sentido del
disparate, con una irresponsabilidad que fácilmente se podría confundir con
inspiración —el sinsentido siempre tiene algo de tónico. Pero su pieza pasa
inadvertida; fracasa en cuanto desmitificación. Logró ser a tal punto
incongruente y confuso, puso tanto esmero en que la sarta de necedades
resultara pomposa e intimidante, que nadie nota la broma. Al contrario. Aquí y
allá lo animan a que siga por ese camino, que no abandone esa “veta crítica”
que se tenía tan escondida pero que tan bien se le da. Está perplejo; una
posibilidad siniestra se forma en su cabeza y no lo deja en paz: lo que era un
revés para la sátira puede convertirse de pronto en un doble triunfo de la
impostura.
No es
improbable que este artista haya existido en realidad y, dejándose llevar por
el impulso, haya hecho una influyente carrera como curador o crítico. A fin de
cuentas, con tan buena acogida en el plano de las pretensiones intelectuales,
no habría tenido mucho caso que explicara que todo había sido un malentendido,
que la pieza era un dispositivo por desgracia fallido para desnudar al
emperador, que el acto de desmontaje sucede en el subtexto, etcétera, etcétera.
Para bien o para mal, era una ocasión inmejorable de dar un giro a su carrera y
transformarse en una suerte de agente doble: un sutil y profundo teórico, por
un lado, y, para sus adentros, un artista iconoclasta. No había razón tampoco
para entregarse el prurito ético: siempre quedaría la opción de revelarlo todo
antes de morir. En vez de llamar al cura para ir al cielo con la conciencia
tranquila, podría llamar al comisario de la Bienal de Venecia y explicarle,
ante una sala abarrotada, que todo había sido una elaborada farsa, con la
ventaja añadida de que, en el paroxismo del enredo, esta confesión también
podría tomarse por un performance.
Si el emperador en su lecho de
muerte anuncia que siempre estuvo desnudo, que desde el comienzo lo supo y más
bien era como si el engaño se sostuviera a sí mismo, no nos quedaría sino
sonreír, confiados en que se trata de un chiste casi póstumo. Cual obedientes
chambelanes, aun en el cortejo fúnebre cuidaríamos de que no toque el suelo su
traje inexistente.
Una sospecha desterritorializadora
Esta pieza anticonceptual o broma imposible pasó por mi
cabeza hace casi quince años, poco después de que Alan Sokal perpetrara su
célebre travesura en los cimientos del posmodernismo. Corría el año de 1996
cuando el profesor de física francés publicó en la prestigiosa revista Social Text su artículo paródico
“Transgredir las fronteras: hacia una hermenéutica transformativa de la
gravedad cuántica”, que a la larga evidenciaría muchos de los abusos o
“licencias poéticas” en que incurren los intelectuales y filósofos al valerse
de una terminología científica. Ya se había encendido la mecha de la polémica,
los nombres de Baudrillard y Deleuze, Kristeva y Guattari comenzaban a figurar
en primera plana por las razones equivocadas (esto es, como pensadores en la
picota, acusados de extrapolaciones locas y de inexactitudes que cortan el
aliento), y yo me encontraba en la sala de un museo leyendo, en laboriosas
letras recortadas en vinilo, una avalancha de confusiones en negro sobre
blanco, un tejido casi azaroso de “procesos rizomáticos” y “dispositivos
lúdicos”, un monumento a la profundidad chapucera. Seguramente influido por el
ambiente de parodia y desenmascaramiento que reinaba entonces, advertí que todo
el aparato conceptual que rodea y apuntala al arte contemporáneo se prestaría
para una gracejada intelectualoide, y desde entonces admito que no puedo entrar
a la sala de una galería sin la sospecha un tanto paranoica de que el curador o
el responsable de los textos —y no necesariamente (o no solamente) los
artistas— nos quieren tomar el pelo.
¿Una parodia de este tipo saldría
a la luz en el mundillo del arte? ¿Alguien se daría cuenta de que, como decimos
en mi barrio, no se trata más que de puro-choro-mareador? Hay veces en que la
vaguedad de los textos es tan envolvente y la charlatanería roza tal altura de
audacia y desinhibición argumentativa, que mi primer impulso es reírme a
mandíbula batiente. Pero como suele ocurrir que, frente a esos escritos
esotéricos, todos mantienen un aire sesudo y circunspecto, y siguen su
recorrido por la sala con el ceño fruncido de quienes están rumiando un inciso
particularmente difícil del Tractatus
de Wittgenstein, mejor opto por cruzarme de brazos.
La duda, sin embargo, no se
disipa por completo: basta que el prólogo del catálogo en turno comience a
parecerme demasiado rebuscado (un indicio: que la palabra “desterritorializar”
figure más de un par de veces) para que la sospecha de una broma vuelva a roer
las puntas de mis nervios. ¿Y si en medio de esta gravedad filosofante hay un
artista socarrón, heredero de Alan Sokal y de Jonathan Swift, un provocador más
que un artista, que por supuesto ha abjurado de los pinceles y las gubias, que
ha hecho de la incoherencia su única paleta, y que tal vez ahora, con languidez
inocultable, se pregunta cuándo comenzarán a leer sus escritos en el tono de
sorna que originalmente les imprimió?
Elementos para un discurso elevado
En primer lugar, ha de experimentarse una genuina repulsión
por el enunciado declarativo llano. Aquello de sujeto-verbo-predicado es una
etapa tan superada como la pintura figurativa. En particular, han de extirparse
del discurso las frases que puedan ser asimiladas sin problemas por un niño de
ocho años (siempre es mejor ser tachado de barroco que de banal). Ello se
consigue de muchas maneras, pero una muy efectiva es traducir palabras simples
como “mesa” a una jerga de apariencia filosófica del tipo: “estructura sólida
en el espacio-tiempo post-euclideano sustentable en uno o cuatro nodos”.
En segundo lugar, ha de
preferirse la sugerencia a la argumentación, y la metáfora a cualquier forma de
inferencia válida conocida. Sin embargo, sin ton ni son, pero con cuidado de
que no parezcan muletillas, se recomienda incluir conectores lógicos y alguna
que otra forma de implicación, todo con el fin de que las ideas más
deshilachadas se conviertan en las premisas de un razonamiento sutilmente
esbozado.
En tercer lugar, hay que hacer
asociaciones descabelladas, que tiendan básicamente a demostrar nuestra erudición,
aun cuando no podrían estar en juego de ninguna manera en la obra. Un pata de
silla rota ha de conducir, a campo traviesa mental, a la reflexión de si el
globo terráqueo es el pedestal inevitable de cualquier escultura, como ya había
intuido Piero Manzoni (y antes los prearistotélicos, con la imagen de la
tortuga como sustento del cosmos).
En cuarto lugar, debe evitarse a
toda costa condescender a las explicaciones y mucho menos a elucidar conceptos.
Es obligación del lector estar a la altura, familiarizado no sólo con las
discusiones estéticas más recientes, sino también con los últimos gritos de la
moda en sociología, filosofía, psicoanálisis, estudios postcoloniales y de
género. Mientras más alusiones cifradas se acumulen, el subtexto será más rico y
misterioso, predisponiendo al lector (o al visitante) a que, una vez traspasado
el umbral del catálogo (o de la galería), ha llegado la hora de leer solamente
entre líneas.
Un corolario del punto anterior
es que las explicaciones, en caso de ser necesarias, han de hacerse a
contrapelo, es decir, procurando explicar lo turbio con lo oscuro y no, como es
habitual, con lo más claro. Si hubiera que introducir lo que es una cinta de
Moebius, por ejemplo, en vez de describirla en términos de una tira de papel torcida
y pegada en sus extremos (o presentando nociones básicas de topología), se
acudirá a la teoría de la neurosis de Lacan, donde el recorrido continuo de la
cinta se equipara con la estructura de la mente del enfermo.
En quinto lugar, ha de contarse
con una lista abundante de términos eruditos y consagrados por la academia y
luego meterlos a la licuadora. No tiene caso terminar un párrafo sin incluir
alguna de las siguientes palabras, no importa si vienen a cuento o no:
“otredad”, “pliegue”, “posminimalismo”, “descentramiento”, “especularidad” y
otras por el estilo. También se pueden formar compuestos libremente con ellas:
“álgebra del significante”, “interpelación semiótica”, “transterritorialidad de
las emociones-tipo”, “experiencia material opaca”, “intervención sensualizada”,
“síncope sincrónico”. Las palabras que corren el riesgo de estar en boca de
cualquier vecino es preciso revitalizarlas con prefijos: “oral” tiene menos
caché que “trans/oral”, y “lúdico” puede sonar demasiado manido a menos de que
lo redimamos como “poslúdico”. Desde luego todo esto se inscribe en las filas
del neopretencionismo.
Por último, deben citarse a
pensadores cuyos nombres aparezcan más de una vez en los corrillos de las
exposiciones (ojo: en conversaciones no peyorativas ni irónicas), de
preferencia aquellos que muestren una sincera inclinación por la frase
abigarrada. En caso de nunca haberlos leído, bastará hacerles atribuciones
osadas.
Un buen modelo de página perfecta
es esta que copio a continuación, redactada por la experta en arte y cultura
poscolonial Jean Fisher, a propósito de la obra de Gabriel Orozco:
En el ordenamiento racionalizante
del mundo, el plano divide y secciona el tiempo-espacio, colocando y
organizando los sujetos y objetos que se encuentran en su interior en
jerarquías. No es difícil vislumbrar que se trata de una maniobra cartográfica
bajo la dirección de una mirada colonizante. La violencia de esta mirada fue
capturada por Carl Andre cuando describió su escultura como una “cortada” en el
espacio. Cuestión de semántica, quizá, pero aun así es indicativa de la
ambivalencia de este plano en el minimalismo estadounidense y el grado en el
que permaneció fijado —no importa cuán inconscientemente— al sujeto cartesiano,
a pesar de que dicho minimalismo tuvo un fuerte sesgo hacia la democratización
del objeto.
Charlatanería trascendental
¿Pero no será que mi mente es demasiado estrecha y la
incomprensión tiene que ver más bien con mi cortedad y no con la pomposidad o
la arrogancia de los autores? Escribir sobre arte no tiene por qué ser una
empresa didáctica, y hasta cierto punto es inevitable que, dada su propia
dinámica interna, tenga que echarse mano de un vocabulario especializado para
dar cuenta de él, una jerga sólo apta para iniciados, que por lo mismo sonará
pedante o abstrusa a quienes se hayan quedado al margen.
Aunque
desde luego no todo lo complejo responde a una voluntad de retorcimiento, mi
sospecha es que la mayoría de los vicios sintácticos, las licencias
terminológicas y la atmósfera infatuada de los escritos sobre arte responden a
una intención demasiado humana: la de impresionar. El párrafo apenas citado de
Jean Fisher quizá sea no sólo pertinente sino también iluminador para acercarse
a la obra de Gabriel Orozco, pero le urge un baño de humildad (además de un
curso básico de argumentación). No es que no tenga nada que enseñar a los
lectores, pero parecería que su principal carburante es infundirnos la
sensación de no merecerlo.
En un medio afecto al
deslumbramiento y a la codificación espontánea, que ha rentabilizado el aura y
encuentra resonancias y guiños hasta en la mancha accidental, el avasallamiento
conceptual permite, entre otras cosas, la cotización a la alza de las obras que
se comentan. Como nos hemos acostumbrado a que una pipa no sea una pipa, hasta
la ocurrencia más chabacana puede poner en jaque la historia del pensamiento
occidental, al menos tanto como un inocente globo de helio es capaz de
subvertir nuestras nociones de peso, espacio, escultura, objeto cotidiano y ya
ni se diga de campo gravitacional. Así, una calavera llena de incrustaciones de
diamante no es solamente eso, una calavera llena de incrustaciones de diamante,
y tampoco una pieza de joyería excesiva o un desplante de necrofilia fácil,
mucho menos una bravuconada kitsch de millonario con exceso de tiempo libre,
sino “una exploración de los temas fundamentales de la existencia humana”, una
pieza “provocativa” que “hunde raíces en la tradición del memento mori” y de la que además “emana una luz celestial”, es decir,
“un homenaje a los cráneos sacrificiales de los aztecas”. ¿Por qué se desata
esta fiebre especulativa? Porque así suben sus bonos.
Si detrás de estos textos esotéricos
hubiera una intención esclarecedora, lo que sería de esperarse es que el camino
entre la pieza y el espectador fuera más despejado, no que se cubriera de
obstáculos; si comportara un afán interpretativo, los hilos tendidos desde la
obra no tendrían por qué enredarse como suelen; si los moviera una motivación
crítica, su contundencia estaría en proporción directa a su claridad; si fuera
por dar salida a una vocación literaria, no se entendería que incurrieran desde
el comienzo en la pesantez y lo arcano, y en fin, si los animara un impulso
paródico, bueno, es porque ya se habría acumulado una gran masa cantinflesca
que parodiar.
En el mundo
paralelo del arte, la mercadotecnia no se estila con jingles pegajosos ni con
eslóganes de una sola línea, sino con ejercicios complicadísimos de vaciedad.
Lo que bien podría caracterizarse como batiburrillo estético —o charlatanería
trascendental— inspira un respeto boquiabierto, un mareo apantallador, que
desde luego se cotiza muy bien en las subastas.
Pero lo que impresiona a fuerza
de oscuridad, la reputación basada en la autoridad divagante, en el fondo
representa las tendencias más conservadoras de la actividad artística. Como
nadie entiende gran cosa, como las figuras que se forman en la cortina de humo
son hipnóticas a su manera, los artistas y teóricos están encantados de que
todo siga así, de ser posible de manera indefinida, felices de que la espuma de
la champaña suba, las cifras en los cheques se multipliquen, todo muy profundo
y sugerente, todo lleno de connotaciones exquisitas, todo como un tour de force descomunal y glamoroso,
cargado de segundos tonos, de destellos inteligentes, de sobreentendidos, y
claro, sin que nada tenga la menor incidencia en el mundo.